jueves, 26 de diciembre de 2013

El tiempo visto a través de los barrotes oxidados de una celda para transeúntes sospechosos

Los hechos que aquí se narran descansan en el hipocampo del escritor, mientras que la mayoría de los personajes reposan en el campo santo.



Como no llevaba una bola de cristal colgada al cuello, no podía saber que sería ésta la única vez que estaría en una celda. Es más, la noche de su detención, ni siquiera llevaba el crucifijo de oro, que según su abuela paterna lo protegería de todo mal.
Por una extraña e inesperada razón, Daniel pensó en su querida tía abuela Lipa en los momentos en que el dolor provocado por el puño del sargento en el plexo solar comenzaba a irradiar sus efectos en el bajo abdomen. A lo mejor fue una simple asociación freudiana, pero en esos momentos no reparó en explicaciones psicológicas, sino más bien parasicológicas. El calabozo en el que se encontraban, él, sus amigos y un par de borrachines, era un cuarto pequeño, de paredes pintadas de blanco cal, pero lo suficientemente grande como para tener una sólida reja de hierro como las celdas de los alguaciles en las películas de vaqueros. El puesto de la policía nacional de la ciudad de Santa Tecla, departamento de La Libertad, estaba instalado en una típica casa colonial, la cual se abría hacia el interior, estableciendo dos zonas muy marcadas arquitectónicamente: la parte habitacional y la de recreo. Las habitaciones o los cuartos, como se dice en El Salvador, estaban organizadas en torno al patio central, donde no faltaban las plantas ni las flores tropicales y el de la policía nacional no era la excepción.

Y precisamente allí en esa ciudad poscolonial, patronazgo de Santa Tecla de Iconio, virgen mártir para católicos y ortodoxos, había pasado la etapa estudiantil su casta tía abuela. Según él, la más culta de todas sus tía abuelas y la menos pro oligárquica y pro militarista de la familia.

Para el profesor universitario de Filosofía y para el de Economías, la explicación a todos los problemas en El Salvador, se encontraba en los libros de un alemán-judío, un tal Carlos Marx. De algo estaba seguro en esos momentos: Él no había sido el primero en leer el Manifiesto Comunista en su familia, ya que un gato con botas guerrilleras de siete leguas y con siete años de ventaja le había tomado la delantera en muchas cosas de la vida. Mientras él se la pasaba jugando al fútbol con los demás chicos del barrio o viendo al llanero solitario en la televisión, el felino en cuestión, ya sabía que la historia de la sociedad humana es la historia de luchas de clases y había leído en el ¿Qué hacer? de Lenin lo que había que hacer en El Salvador. Y por andar buscando la conciencia de clase para sí, lo encerraron varios días en una celda de la policía secreta.

La “mamá Lipa” también conoció de cerca la lucha de clases cuando era una mujer joven en su pueblo natal. Fue una mujer extraña para su época y sobre todo, para su entorno familiar. A pesar de ser muy bella y de familia acaudalada, nunca contrajo matrimonio ni tampoco se le conoció amor ni pretendiente alguno. Hablaba francés y gustaba de la música clásica. Ella era la hija mayor de una familia de cafetaleros en el pueblo de Jayaque, un pueblo donde la fuerza de la gravedad y la tradición feudal terrateniente de finales del siglo XIX se sentían desde los primeros momentos en que comenzaba el tortuoso ascenso de la calle empedrada. A la vera del camino, árboles de café y de bálsamo. Todo lo que el ojo humano podía apreciar en esa ruta paradisíaca tenía dueño y en la “cumbre”, como decían los jayaquenses, se cosechaba el mejor café de altura del mundo. Parecía una ironía de la vida, que en el departamento de La Libertad los terratenientes oligarcas eran los únicos que tenían libertad para hacer todo lo que se les antojaba, incluso recurrir al homicidio y a la extorsión, para conservar y aumentar sus bienes inmuebles. Mientras que los peones y los campesinos pobres la única “libertad” que tenían era la de reproducirse como los conejos. El Salvador de principios del siglo XIX semejaba la Rusia del Zar Nicolás II. No fue casual entonces, que el departamento de La Libertad haya sido la cuna de la primera insurrección comunista en El Salvador y en Centroamérica.

Por primera vez en su vida, Daniel experimentaba en carne propia lo que significaba la libertad o mejor dicho, la falta de libertad. Así, que para entretenerse un rato se imaginó a su tía abuela tocando guitarra, recitando versos de Rimbaud en francés y contándole las aventuras de un tal Farabundo Martí, quien algunas veces a pie y otras montado a caballo, llegaba a Jayaque junto con otros conocidos comunistas, a veces de Chiltiupán otras veces de Tepecoyo, pero siempre agitando a la población campesina, pues los camaradas del partido comunista salvadoreño sabían que no bastaba con la conciencia de clase en sí para derrotar a la oligarquía cafetalera. En aquellos días, previos a la insurrección indígena de 1932, la crisis económica mundial provocada por la caída de la bolsa de valores en Nueva York llegó también a El Salvador. La baja estrepitosa de los precios del café afectó seriamente la economía salvadoreña y los barones del café en Jayaque entraron en pánico, pero ni siquiera con la Guardia Nacional pudieron evitar que el campesinado pobre y los peones de las fincas se concentraran en el atrio de la iglesia de San Cristóbal para recibir al Negro Martí, a Alfonso Luna y a Mario Zapata. Pero cuando Daniel llegó a la parte de la historia, donde “mamá Lipa” narraba la detención por parte de la Guardia Nacional de un jovencito de apenas quince años, muy querido en el pueblo, se puso nervioso; a pesar que sabía que entre la muerte de aquel joven comunista y el presente había transcurrido casi medio siglo. Estaban en los albores de 1971 y aunque los agentes policiacos los acusaban de pertenecer al “Grupo” – nada más por atemorizarlos –, y de querer “robarse un vehículo en plena vía pública” – esta imputación no era broma –, sabían efectivamente que la situación política nacional se había puesto color de hormiga con el secuestro del empresario Ernesto Regalado Dueñas por parte de “El Grupo”.

Sin embargo, aunque el levantamiento de 1932 estaba lejos, las causas socio-económicas en El Salvador no habían cambiado mucho desde entonces. Al menos eso era lo que Daniel había aprendido en las Áreas Comunes de la Universidad Nacional y desde la perspectiva del materialismo histórico, el secuestro del empresario era una expresión, radical por cierto, de la agudización de la lucha de clases.

Pero ellos eran simplemente un “grupo” de huevones incautos, quienes creyéndose los reyes del mambo y del fútbol, habían decidido celebrar el triunfo de su equipo “Colinas FC” en “El Cafetalón”, en el famoso complejo deportivo, ubicado en los terrenos que otrora formara parte del patrimonio de una de las familias oligarcas salvadoreñas más influyentes de finales del siglo XIX y principios del XX: La familia Guirola.

Daniel había contribuido a la victoria con dos goles, uno de ellos de volea, al estilo Pipo Rodriguez[1] . “Las pupusas tecleñas son las mejores”, dicen los especialistas en la materia, “comienzas con una y terminas con más de media docena”. De este modo, de pupusa en pupusa y de cerveza en cerveza, se hizo de noche. Se dirigieron, entre rancheras y carcajadas, a la Colonia Las Delicias que se encontraba a la salida de la ciudad. Allí, en la casa del Conejo, pernoctarían. En esos lúdicos menesteres estaban, cuando de repente apareció un radio patrulla amenazante con las luces apagadas, saliendo de una de las avenidas que confluyen en la carretera Panamericana. Tal fue el susto, que las pupusas revueltas de chicharrón con frijoles se les revolvieron más de la cuenta en las tripas, pero cuando uno de los policías gritó a todo gaznate: ¡Esos son!, el instinto animal de conservación tomó el control motriz neuronal y, ni cortos ni perezosos, todos los miembros del “grupo” salieron huyendo sin saber por qué.

Les pasó lo mismo que al verdadero “Grupo”: Se atomizaron al instante y ninguno de sus miembros se fue para la izquierda. La mayoría se perdió en los laberintos del lado derecho de la Panamericana. ¿Qué hacer?, se preguntaron los cuatro restantes. Daniel, quien para entonces no sabía de las consecuencias histórico-estratégicas de “Un paso adelante y dos atrás” de Ilich Ulianov, giró instintivamente 180 grados y aunque la Panamericana ya estaba asfaltada, puso pies en polvorosa y el resto lo siguió. Pero los cuatro cayeron en las redes inevitables de la policía minutos más tarde. Daniel cometió, además, el error “táctico-operativo” de buscar refugio en un automóvil estacionado frente al mercado municipal.

– Así que vos sos el hijueputa que se quería robar el carro – imputó el sargento – dirigiéndose a Daniel.
– Eso no es verdad – alcanzó a decir Daniel, cuando el policía golpeó con un gancho de derecha la boca del estómago.
– Aquí vas hablar hijueputa, solo cuando yo te lo ordene – vociferó el sabueso oligárquico lambiscón, poniendo bien claras las relaciones asimétricas de poder reinantes.
– Mire señor oficial, en la casa de enfrente vive mi tío – intervino diplomáticamente El Conejo tratando de calmarle los ánimos caldeados al sargento.
Efectivamente, enfrente del cuartel de la policía vivía el tío del Conejo, apodado así por los dos feroces incisivos centrales que decentemente ocultaba tras el mostachón à la Pancho Villa que acostumbraba a estilar.
– ¡Eso a mí me vale verga! – contestó prepotente el uniformado. ¡Como si allí viviera uno de los Duke! – añadió soberbio.

Los Duke, junto a las familias Regalado, Guirola, Araujo, Álvarez, Salaverría, Trigueros, Escalón, Palomo, Prieto, Figueroa, Orellana, Menéndez y otras familias de inmigrantes como los de Sola, Goldtree Liebes, Nottebohm, Bloom, Dreyfus, Daglio, Freund, von Schönenberg, Schwartz, Schildknecht, Deininger, Haas, Sol Millet, Hill, Mathies, Meza Ayau, Zablah, Simán, Bahaia, Salume, Belismelis y Meardi formaban parte del núcleo principal de acaudalados que dieron origen a la leyenda de las 14 familias oligárquicas salvadoreñas. Todos ellos, en alianza clasista con los Dueñas eran los verdaderos dueños del país. Y muchas de esas familias, residían en Santa Tecla o en otras ciudades del Occidente del país. No por casualidad, la insurrección popular de 1932 tuvo lugar fundamentalmente en los departamentos de La Libertad, Sonsonate, Ahuachapán y Santa Ana: La retaguardia estratégica de la oligarquía salvadoreña en aquellos años. Por eso, a nadie le extrañó la furia y el odio con que la clase feudal-terrateniente arremetió contra la población indígena y campesina en esas zonas cafetaleras. El partido comunista salvadoreño le había tocado los huevos al tigre oligárquico en su propia cueva y eso era una irreverencia imperdonable. El fusilamiento de Farabundo Martí, Alfonso Luna y Mauricio Zapata y el asesinato de centenares de “comunistas alzados”, fueron el mensaje eterno y diáfano de la oligarquía salvadoreña para todas las generaciones venideras de revolucionarios marxistas.

Ante uno de estos oligarcas, aquel sargentico altanero se hubiera cagado en los calzones, si uno de los detenidos hubiera sido hijo, sobrino, nieto o bisnieto putativo de tan ilustres mandamases. Pero para el suboficial de la policía nacional ellos eran simplemente hijos de puta y como tales había que tratarlos. Dieciocho horas y tres minutos duró el “correctivo” policial. Los pusieron en libertad sin darles mayores explicaciones.

Meses más tarde, Daniel fue a despedirse de su tía abuela Lipa. Lo recibió como siempre, con la sonrisa a flor de labio, como solo las abuelitas saben recibir a los nietos que quieren de verdad. Sería la última vez, que “Danielito” la visitaría en el asilo de ancianas San Vicente de Paul en las cercanías del Cementerio General de San Salvador. La muerte de “mamá Lipa” lo sorprendió una tarde de verano en las orillas alemanas del lago de Constanza, pero el recuerdo de aquella anciana que lo quiso mucho quedó grabado en algún sitio de su cerebro. El pueblo de Jayaque, perdido dentro de las brumas de la cumbre, lloró el día de la muerte de la ilustre ciudadana.

Daniel regresó a Jayaque en agosto de 1993 con las cenizas de Jorge, su padre, en una urna y las desparramó en los montes y en los cafetales de la "Cumbre". Esa fue la última vez que lo vieron, cuentan los jayaquenses.  

Tuvo que pasar casi medio siglo, para que el pueblo salvadoreño elaborara el “trauma del 32” en la teoría y en la práctica. El “Grupo” y las posteriores organizaciones político-militares surgidas en 1970 fueron la inevitable respuesta social de la nueva generación de revolucionarios salvadoreños nacidos bajo la tétrica sombra que dejó la masacre de 1932. El fantasma comunista que puso en pánico a la oligarquía salvadoreña continuaba deambulando por los valles y montañas de Cuscatlán. No se trataba de la leyenda del Cipitío o de la Ciguanaba ni mucho menos de las historias parapsicológicas que se contaban en Santa Tecla en torno a la mansión de Don Ángel Guirola de la Cotera. ¡No!

Era el comienzo de la primera revolución socialista y popular en El Salvador, que es parte ya del vaivén de la historia de la lucha de clases…cuzcatleca.



[1] Mauricio Alonso “Pipo” Rodriguez: Conocido futbolista salvadoreño especialmente durante las décadas del 60 y 70 del siglo pasado. Famoso por sus goles de volea en el aire. 

domingo, 1 de diciembre de 2013

El día en que conocí el cielo y reconocí la tierra….y mis raíces…

Recordando a Monseñor Oscar Arnulfo Romero y Armando “El gato” Herrera 


Corrían los años cincuenta del siglo pasado y yo era un chiquillo inquieto de apenas nueve años, que cuándo no estaba en la escuela parroquial de Nuestra Señora de Fátima en la colonia La Rábida o dedicado a las tareas escolares, me la pasaba jugando en la finca Cipactli (Caimán en náhuatl), jugando al fútbol o al béisbol en la calle o encaramándome en el muro del manicomio, para observar mejor a los “locos”, viendo cómo vivían o sobrevivían la “vida loca”, en un lugar, que más que un hospital, parecía la cárcel de Papillón en la isla del Diablo. En ese mismo sitio, se construiría años más tarde el Instituto Nacional Francisco Menéndez, una fábrica especializada en educar a talentosos jóvenes bachilleres de la clase media con pocos recursos. Las clases sociales con más poder económico enviaban a sus hijos a los colegios élites del país. El Externado San José de la Compañía de Jesús, que también era una compañía que “producía” buenos estudiantes, bien preparados para convertirse en futuros empresarios, excelentes profesionales y de vez en cuando, díscolos del arte, la cultura y la política, “ovejas descarriadas”, como el célebre poeta y revolucionario Roque Dalton. Otras familias encomendaban la educación de sus vástagos a la Congregación de los Hermanos Maristas, que tenía dos sucursales en San Salvador: La escuela San Alfonso en el barrio popular de San Jacinto y El Liceo Salvadoreño, en la parte occidental de la capital cerca de las casitas del barrio alto. En el “Externado” y en el “Liceo”, los dos centros de educación primaria, secundaria y de bachillerato, católicos por excelencia, estudió durante años la crema y nata de la intelectualidad cuzcatleca y la élite del poder político-económico que ha gobernado El Salvador. Más de algún comandante guerrillero pasó por alguna de estas aulas. El resto de la población estudiantil de la capital se distribuía entre los colegios católicos salesianos (Santa Cecilia y Don Bosco) y otros de poca monta, más los colegios laicos, como el Instituto Miguel de Cervantes, García Flamenco, el colegio salvadoreño-alemán y la escuela americana.

Me encontraba, creo, cometiendo alguna de mis travesuras en la vecindad o en casa, cuando se expandió la noticia que a Julio [Rivas], un joven estudiante de secundaria o bachillerato del Instituto Nacional, lo habían ››baleado‹‹ en una manifestación contra el presidente de turno, el coronel José María Lemus. En patota nos dirigimos a la casa de Julio en la 33 calle oriente, que estaba a la vuelta de la esquina. Julio yacía en la cama, más vivo que muerto, con un vendaje en la pierna o en el abdomen. Probablemente, se trató, afortunadamente, de un ››rozón‹‹ de bala. Pero el susto que pasó, todavía se podía leer en su cara. Días más tarde, después de estos sucesos que conmovieron al país entero, por la cruenta represión desatada, nos visitó inesperadamente mi tío Arturo con el menor de sus hijos, quien se quedó unos días en nuestra casa y se marchó, recién cuando los moros abandonaron la costa. Esta fue la primera vez que vi conscientemente al famoso ››comunista en la familia‹‹ y el primero que conocí en mi vida. Se trataba de Armando, la ››oveja roja‹‹ entre los Herrera. Creo que él era diez o doce años mayor que yo, no sé exactamente la diferencia de edades, pero qué más da, el caso es que él ya tenía la edad suficiente para andar metido en “cosas políticas” y arrancar de la policía. Luego de esos acontecimientos desapareció por completo del mapa metropolitano y nacional, pero la familia conocía su paradero.

La segunda vez que lo vi fue a mediados de los sesenta. Hernán, su hermano, para ese entonces nuestro vecino inmediato, llegó a casa con Armando, quien nos dio la luctuosa noticia de la muerte de su primer hijo o hija. Allí en la sala de nuestra casa lo vi llorar en los brazos de papá Nicho. Creo que la criatura murió durante el parto.

Y pasaron los años, me hice adolescente e ingresé en 1970 a las áreas comunes de la Universidad Nacional, en aquellos años agitados, donde se estaba gestando el proyecto estratégico de la lucha armada. En los pasillos de las facultades se hablaba del “Grupo”, de Marcial [Cayetano Carpio] y de un tal Simón [Schafik Handal]. Muchas veces lo miré de reojo en la facultad de Humanidades, puesto que Armando fue siempre un tabú en la familia. Pero no porque se le reprochara su actividad política ni su ideología comunista. Pienso que el alejamiento de la familia se debió más bien a medidas de seguridad, que él mismo se impuso o que el partido le exigió en su momento. Una forma de proteger a sus seres más queridos que en esos momentos eran sus padres y sus hermanos. Su sobrino Yuri, hijo de Marina, fue tal vez uno de los primeros salvadoreños bautizado con un nombre ruso. No sé si en honor a Gagarin, el primer hombre que realizó un vuelo espacial o en honor a las ideas del tío rojo. Total que en este ambiente conspirativo y medio clandestino, nunca me atreví a visitarlo en su cubículo. Nunca supe qué hacía él concretamente en la Universidad. A raíz de su muerte en 2009 me enteré que su trinchera de lucha había sido siempre el arte y la cultura.

Así que cuando el coronel Arturo Armando Molina en 1972, a la sazón presidente de la república, consideró que el alma mater se había transformado en una enorme teta marxista-leninista, de la que mamaban los aprendices de guerrilleros, subversivos, sediciosos y comunistas (el término ››terrorista›› no estaba de moda), dio la orden al ejército de allanar el recinto universitario. Para ese entonces, yo ya estaba con un pie en las Europas. Pero efectivamente, las primeras lecciones de materialismo histórico y dialectico, lógica formal y dialéctica, las recibí en las áreas comunes, es decir en las “áreas comunistas” que no dejaban dormir al coronel Molina. ¡Tan despistado no andaba el chafarote!

Papá Nicho y tío Arturo, además de ser parientes cercanos, se parecían físicamente y les gustaba pasar bien los fines de semana y por eso a menudo se visitaban mutuamente. Muchas veces acompañé a mi “tío-padre” en sus periódicas visitas a la colonia Soyapango, donde vivían los padres de Armando. Los dos primos eran empleados de escritorio, uno de ellos trabajaba para el estado y el otro para la empresa privada. Mi tío Arturo trabajaba en el Instituto de Vivienda Urbana (I.V.U) y mi papá, era tenedor de libros en la compañía Gabay Gun & Cia. Un prestigioso almacén de artículos para el hogar, propiedad de Jacques Gabay (Jaime Gabay) un sefardita nacido en Estambul, Turquía y de Saúl Gun, un judío originario de Israel. Allí, en esa empresa, trabajó Nichín desde muy joven – así le decía mi tío Arturo a mi papá – a partir de los cuarenta hasta 1973, año en que la compañía fue disuelta.

Los dos Herrera, eran bajos de estatura, piel blanca, ojos zarcos y nariz aguileña características fisionómicas que los convertía en salvadoreños “atípicos”, cuyas raíces ancestrales estaban en España y Francia. Las raíces sefarditas de los “Herrera” fueron también unos de los temas tabúes en nuestra familia y lamentablemente siendo adulto nunca le pregunté a mí “tío-papá”, acerca de la historia de sus padres, abuelos y bisabuelos.

Armando Herrera, a quien sus amistades y camaradas llamaban “El Zarco” o “El gato”, tenía gran parecido con su padre. En alguna parte leí sobre él muchas cosas que yo desconocía: Armando era jovial, le gustaba reír y contar chistes. Así eran también sus hermanos: Marina, Hernán y Dagoberto.

Tuvieron que pasar exactamente casi veinte años para que mi primo Armando y yo volviéramos a encontrarnos, ésta vez para conversar como dos adultos. Me gradué de ingeniero electrotécnico en 1979 en Alemania, y en octubre de ese año decidí visitar a mi familia. Comencé mi periplo en los Estados Unidos, donde radicaban mis familiares más cercanos y lo continué en San Salvador. Llegué al aeropuerto internacional de Ilopango desde Los Ángeles, California en el famoso vuelo del “tecolote” de líneas Aeroméxico.

Nada más puse pie en tierra salvadoreña, pedí a papá Nicho expedito que me organizara una entrevista con mi primo Armando y una audiencia con monseñor Romero. Nunca le pregunté a mi padre, pero pienso que la petición le habrá resultado curiosa, pero solo se limitó a preguntar: Y, ¿para qué querés hablar con Armando? Lo de Monseñor, creo le debe haber caído como agua bendita, pues a lo mejor pensó que por fin sentaba cabeza. Efectivamente, dicho y hecho. Tanto Armando como Monseñor aceptaron gustosos perder su tiempo en conversar conmigo. Mi papá Nicho se encargó de organizar lo de Armando y mi prima Elvira de arreglar lo de Monseñor. Las buenas relaciones de la familia con el santo hombre facilitaron las cosas.

De este modo, un día miércoles, me presenté a la oficina de Armando en la facultad de Odontología. Creo que él era el director del periódico de la Universidad. Me saludó con una sonrisa que mi hizo recordar al tío Arturo, pero capté que estaba curioso por averiguar cuál era la razón de mi visita. Para ese entonces, yo ya tenía un “currículo político” como activista en la solidaridad alemana con los exiliados chilenos, argentinos y con la revolución sandinista. Así que no me presenté con las manos vacías. Pienso ahora, que de manera inconsciente estaba diciéndole: ¡Eh, Armando yo también seguí tu camino!

Le informé acerca del trabajo de solidaridad con la revolución salvadoreña que estábamos impulsando en Alemania. Me felicitó y me confirmó  que el trabajo internacional era muy importante, etc. Me dio su apartado postal, número 1703 y su teléfono privado (25-6604) en San Salvador. Nunca le escribí tampoco le llamé por teléfono y jamás volvimos a encontrarnos. Tampoco supe, si él se enteró en algún momento que mi vínculo con la revolución salvadoreña fue más allá de las fronteras de la solidaridad.

Al día siguiente se llevó a cabo la audiencia con Monseñor Oscar Arnulfo Romero en el seminario San José de la Montaña. Hice un par de fotos con una Minolta, regalo de bodas de un amigo hondureño; todavía guardo aquellas fotos de Monseñor Romero vistiendo sotana blanca. Me concedió quince minutos exactos. Estaba tan nervioso que me costó articular mis palabras y no recuerdo exactamente sobre qué hablamos. Me imagino que le hablé de lo mismo que a Armando, pues a decir verdad, no tenía mucho más que contar. Finalmente me dio su bendición. Pero creo que él estaba más nervioso que yo. Detrás de su bonhomía percibí la tensión de un hombre que ya sabía que su vida estaba en peligro.

Afuera, en el corredor, me esperaba mi prima Elvira, riéndose nerviosa como era su costumbre. Nos subimos al escarabajo y nos dirigimos a la ciudad de Santa Tecla. San Salvador al mediodía es un infierno y yo recién venía saliendo de un lugar fresco y agradable, en el que reinaba la paz y tranquilidad. Allí conocí a un verdadero santo.

El domingo 14 de octubre por la noche nos encontrábamos un grupo de compañeros de colegio en una habitación del Hotel Gran San Salvador, contiguo a las oficinas del correo central en la avenida España, celebrando el reencuentro y al mismo tiempo despidiendo a uno de los amigos que al día siguiente regresaría a Managua donde residía desde 1970. A medianoche se fue la luz y nos percatamos que toda la capital estaba a oscuras. Presentimos algo extraño, aunque los apagones eran frecuentes en esos días en San Salvador; esa noche hasta los mariachis de la Praviana guardaron silencio. El conserje llegó a la habitación y nos informó que se trataba de un golpe de estado y nos recomendó no abandonar el hotel. Así que allí pernoctamos los cinco amigos de colegio, bien avergonzados por no haber tenido el valor de regresar a nuestros respectivos hogares. Esta sería la última vez que nos veríamos en esa constelación. Pero el apagón había sido solamente la antesala del golpe de estado.

En la mañana del 15 de octubre de 1979, la Juventud Militar, derrocó al general Carlos Humberto Romero, quien abandonó el país esa misma tarde. Así finalizó la “milicocracia” del partido nacionalista y conservador PCN (Partido de Conciliación Nacional). Pero el objetivo principal del golpe militar, no fue solamente deponer al general Romero, sino que se trató del primer intento político-militar para contrarrestar la ola insurreccional que la revolución sandinista había provocado en El Salvador. La Primera Junta “Revolucionaria” (póngase atención al término entre comillas) de Gobierno comenzó su gestión, proclamando unos días más tarde por decreto de ley, la disolución de la estructura paramilitar conocida como ORDEN. Los golpistas contaron con el aval del gobierno de Jimmy Carter y con el apoyo político del Foro Popular[1]. En enero de 1980 se constituye la Segunda Junta “Revolucionaria” de Gobierno y en octubre del mismo año, la Tercera Junta. Con el fracaso de esta estrategia contrainsurgente americano-salvadoreña, los revolucionarios salvadoreños se lanzaron a tomar el Paraíso terrenal por asalto.

Regresé a Alemania el 20 de octubre de 1979, con la convicción de que el triunfo popular estaba a la vuelta de la esquina.

La noticia del asesinato de Monseñor Oscar Arnulfo Romero el 24 de marzo 1980 conmovió al mundo entero. Entonces comprendí las palabras expresadas con cautela y entre líneas por mi primo Armando aquel día de octubre de 1979. El Salvador se había transformado literalmente en un dantesco infierno.

Si la vida de un santo hombre no valía ni un comino en El Salvador, ¿Cuánto podía valer la de un campesino? ¿La de un obrero? ¿La de un estudiante? ¿La de un comunista?

¿Cuánto vale la vida de los pobres en El Salvador del siglo XXI?


[1] Foro Popular: Plataforma política compuesta por: La Federación Nacional de Trabajadores Salvadoreños (FENASTRAS), que era la más poderosa central sindical, influenciada fuertemente por el Frente de Acción Popular Unificada (FAPU)/ Resistencia Nacional(RN), las Ligas Populares "28 de Febrero" (LP-28) influenciada por el Ejército Revolucionario del Pueblo(ERP), la Unión Democrática Nacionalista (UDN), influenciada por el partido comunista salvadoreño, el Partido Demócrata Cristiano (PDC), el partido socialdemócrata Movimiento Nacional Revolucionario (MNR) y el Partido Unionista Centroamericano (PUCA).