Marinaleda, el sueño de unos y la
pesadilla del duque Íñigo de Arteaga y Martín
Marinaleda es un pueblecito español perteneciente a la provincia de
Sevilla, ubicado en la Sierra Sur a 110 kilómetros de Sevilla, capital de
Andalucía. Mi compañera y yo habíamos dejado atrás a Córdoba, Sevilla y Cádiz en
nuestro corto periplo por la España del Flamenco, la muletilla, la manzanilla y
los corceles. Aquella que le sirvió de telón a Julio Romero de Torres cuando
pintó a la mujer morena, la del bordado mantón, la de la alegre guitarra. En
fin, la España de las fantasías infantiles, las mías y las de mis hermanas.
Marinaleda, en un principio, no estaba contemplada en nuestro itinerario. Nos
encontrábamos en la carretera que conduce de Cádiz a Ronda, cuando de repente y
no sé por qué razón me vino a la memoria
aquel pueblo andaluz de cuyo nombre no pude acordarme en esos momentos, pero
del cual se había escrito hace algunos años en la prensa alemana tanto de
izquierdas como de derechas. Para unos, Marinaleda representaba a escala
municipal la Utopía revolucionaria socialista y para otros, se trataba de una
aberración y un anacronismo socioeconómico. ¡Marinaleda!, exclamó mi copilota y está cerca
de Ronda, añadió, sugiriendo así, meta comunicativamente, que podíamos agregarla
a nuestro plan de viaje.
No fue fácil encontrar la carretera que nos condujera a Marinaleda a esas
horas de la madrugada. La aplicación Google maps estaba más loca que la cabra
instructora de Ferdinando, el Muria quien
en la película infantil no quería ir al ruedo. Después de haber dado muchas
rondas por las recurrentes rotondas de Ronda, constatamos que estábamos más
perdidos que el chupete del niño. Finalmente, encontramos a un grupo de hombres.
Se trataba de una batería de obreros de la construcción que se aprestaba para
comenzar su ardua, pesada y mal pagada labor cotidiana en los alrededores de
Ronda.
¿Cómo podemos llegar a Marinaleda?, pregunté a uno de ellos. ¿Marina…qué?,
contestó taciturno, pero sus ojos delataron un: ¡Ni puta idea! Mientras que sus
buenos modales le impidieron expresarlo con esas palabras. Marinaleda, repetí,
como queriendo decir: ¿Pero no conocéis Marinaleda? Ese pueblo es muy famoso en
Alemania, subrayé poniendo cara de asombro. Pero no hubo caso. Nadie parecía
tener la más mínima idea de la existencia de Marinaleda. Por el contrario, cuando le pregunté a un chaval
en Cádiz sí conocía a un salvadoreño que en la década de los ochenta del siglo
pasado había jugado en el Cádiz Club de Fútbol ni corto ni perezoso disparó raudo
y expedito: ¡El Mágico González!
Después de cruzar la cordillera llegamos a Marinaleda, el sueño de unos y
la pesadilla del duque Infantado. Todos los condes o duques del mundo tienen
algo en común: Son unos chupasangre, como el transilvano Vlad III «El
Empalador», popularmente conocido como Drácula en el ámbito cinematográfico del
siglo XX. Al duque Íñigo de Arteaga y Martín (jefe de la casa del Infantado) no
le clavaron una estaca de madera en el corazón ni tampoco lo decapitaron ni le
llenaron la boca con ajos. De haber sido así, en la actualidad habría un
platillo en el bar de la cooperativa con el nombre: Criadillas del duque al
ajillo.
Al final de cuentas, al aristócrata en
cuestión no se le expropió nada, puesto que la Junta de Andalucía compró en
1991 a precio de mercado las 1.250 hectáreas que los jornaleros de la Finca El
Humoso habían ocupado en 1988 bajo el lema “La tierra para quien la trabaja”. Es
decir, que El Humoso es propiedad pública. No obstante, es preciso recalcar que
el proceso de ocupación y “expropiación” de estas tierras y su culminación (la
compra-venta de la finca) en definitiva fue el resultado de la lucha sin tregua
por parte de los jornaleros organizados en el Sindicato de Obreros del Campo
(COC).
Y allí estaba Marinaleda, la “Utopía hacia la paz”, esperándonos con los
brazos virtuales abiertos. ¿Dónde está el mural del Che Guevara?, pregunté a un
vendedor de lotería. En el bar de la cooperativa,
indicó con la mano. Una vez en el bar nos dimos cuenta de que el “numerito de lotería”
que nos vendió el de la ONCE ((Organización Nacional de Ciegos Españoles)
resultó nulo, pues en el local, había solamente una foto pequeña de Fidel
Castro. Quisimos entrar en conversación con el camarero del bar, pero éste,
parco de palabras y bastante receloso, nos hizo saber que no era “bueno para
hablar” y que lo mejor sería que fuéramos a la alcaldía. Nos dijo que allí nos
darían más información acerca del pasado, presente y futuro de Marinaleda. Pagué
dos euros por los dos cafés consumidos y tuve la buena intención de dejar
propina, pues el precio me pareció tan bajo que hasta tuve un poco de vergüenza.
Mi vergüenza aumentó un par de grados más, cuando el señor rechazó mi oferta con
vehemencia y un pelín ofendido. Pensé fugazmente en el café con leche degustado
en la ciudad de Basilea, Suiza. En realidad, más que en la bebida, pensé en los
5 Francos suizos (5 euros o 5,43 $) que tuvo que desembolsar mi amigo Lencho, otro soñador utópico empedernido.
No pudimos conversar directamente, por motivos de salud, con el alcalde Juan Manuel Sánchez Gordillo,
el alcalde más antiguo en España (dirige el ayuntamiento desde 1979), pero afortunadamente
el teniente-alcalde, es decir, su sustituto se ofreció atentamente para recibirnos
en el despacho oficial de la alcaldía.
Efectivamente, la Utopía existe, aunque a una escala muy pequeña y con las
limitaciones que implica convivir con el Gran Capital, el neoliberalismo y la
globalización. Sí Cuba Socialista es una isla, Marinaleda, más allá de que su
nombre conlleve a pensar en 7 mares, el pequeño pueblo agrícola no es nada más
que un islote o un atolón rodeado de tiburones y otro tipo de alimañas marinas.
Pero ahí está, Marinaleda, con sus aciertos, sus errores y no menos
importante, con los beneficios y servicios para los ciudadanos, demostrando en
la práctica que la Utopía no es una meta, sino solamente es algo que está en el
horizonte, un sueño tal vez, es decir, parafraseando a Eduardo Galeano, la
Utopía es aquello que nunca alcanzaremos, pues sí lo lográramos, dejaríamos de
caminar.
Allí atrás se quedó Marinaleda, que le da al visitante utópico y soñador la
sensación que la lucha de los pueblos, aquí y allá, no ha sido en vano.
El mural de Salvador Allende con los lemas: El futuro es de los pueblos, no
del capital” “Viva la clase obrera” y el del Che en el estadio de futbol
mirando siempre altivo al horizonte nos dijeron no un adiós, sino un hasta siempre.