El síndrome del rey Midas es tan antiguo como el hombre mismo y aunque sus síntomas sugieren una patología mental, se trata de una falsa enfermedad y por lo tanto, querido lector, no pierda su tiempo tratando de encontrarla en el compendio internacional de enfermedades (ICD, siglas en inglés de International Statistical Classification of Diseases and Related Health Problems), pues no la encontrará. Pero sí tiene una Biblia al alcance de la mano, ojéela y leerá, tanto en el antiguo como en el nuevo testamento, muchos ejemplos de la sintomática característica del síndrome de los reyes, es decir aquellos mortales que gozan injustamente del poder, con o sin corona.
En la sociedad moderna, pocos son los reyes de verdad que van quedando, no obstante, la codicia, la avidez, la avaricia y el consumo desmedido, se han convertido en el móvil que rige la actividad de la mayoría de los seres humanos. Con la varita mágica de la ciencia y la tecnología, hemos convertido el medio ambiente en un basurero contaminado. La deforestación de los bosques tropicales, la contaminación de los mares y los ríos, la utilización de la energía atómica con fines pacífico-militares y la desaparición paulatina de los campos fértiles y de muchas especies de animales, es el alto precio que pagamos por querer tenerlo todo y aunque nuestros supermercados estén abarrotados de jugosas frutas, vegetales, carnes de todo tipo y bebidas espumantes, nos sucederá lo mismo que al rey Midas, quien teniendo de todo, disfrutarlo no podía, porque todo lo que él tocaba se convertía en oro. Nosotros, no podremos comer lo que cosechamos y producimos, porque estará contaminado con plutonio, uranio, mercurio, plomo y también con boro. El rey Midas tuvo tiempo de corregir aquel incierto entuerto, según el mito. Nosotros no lo tendremos con todo el consumismo irracional y acelerado en nuestra sociedad y pienso que no es delito decir estas verdades. Ojalá no los aburra con el cuento que hoy les contaré y aunque sé que lo conocen, más vale prevenir a tiempo que lamentar más tarde.
Cuenta la leyenda que un día de tantos el Rey Midas, hastiado de no hacer nada, salió a pasear con su hija Zoe por los áridos campos de su extenso reino. En el camino encontraron a un anciano que a duras penas podía sostenerse en pie.
─ ¿Qué os sucede buen hombre?─preguntó el rey cortésmente en griego antiguo. ¿Estáis enfermo?
El anciano alzó la vista y sus labios esbozaron una mueca que Zoe interpretó como una sonrisa. Las manchas rojizas de su luenga barba blanca parecían gotas de sangre resecadas por el intenso sol del mediodía.
─ ¡Está herido!─exclamó la niña asustada, aferrándose a la túnica de su padre.
Viendo que su hija podía tener razón, dio la orden a uno de sus esclavos que lo acompañaba a todos lados con una sombrilla enorme al hombro, de socorrer al anciano.
─Yo estoy muy bien─ balbuceo el viejo, al tiempo que lanzó un feroz eructo por los aires.
El rey que conocía perfectamente la influencia del vino y sus secuelas, comprendió de inmediato que el anciano estaba más borracho que una cuba.
─Creo que será mejor que nos acompañéis─ sugirió el rey. En estos tiempos es muy peligroso ambular por estas tierras en tales condiciones.
La proposición fue aceptada a regañadientes por el anciano, quien en un momento de lucidez comprendió que su interlocutor tendría que ser alguien muy importante, puesto que al parecer, lo único que sabía hacer era ordenar y libar el néctar fermentado de la uva. Concluyendo que se trataba del Rey Midas, famoso también por sus bacanales, se sumó sin rechistar al séquito, compuesto de doncellas y esclavos, que acompañaba al rey y a su hija. El beodo anciano comenzó a conversar amenamente de esto y aquello, y entre risas y carcajadas, no desaprovechaba la oportunidad de pellizcar los firmes glúteos de algunas de las doncellas. Pasado un corto tiempo, el rey Midas cansado ya de oír las peroratas y ditirambos del anciano, dando un sonoro e incontrolable grito exclamó: ¿Por qué no te callas?
El exabrupto del Rey Midas no impresionó al anciano, quien continuó con su jerigonza, haciendo reír a la comitiva, sobre todo a los esclavos, quienes haciendo grandes esfuerzos por contener la risa, dejaban entrever sólo sus blancos dientes, que resaltaban el color oscuro de su piel.
─ ¿Cómo os llamáis?─preguntó irritado el rey.
─Sileno─ contestó el anciano.
Un frio silencio se apoderó del monarca, quien de pronto sintió como se le atoraban las palabras en el gargüero, pues supo de inmediato que estaba frente a un dios, que si bien es cierto, era de menor rango que los otros dioses del Olimpo, no dejaba de ser una divinidad con mucha influencia. Dicharachero como era, Sileno era fiel acompañante e íntimo amigo del Dios Dionisio, a quien los sátiros cariñosamente llamaban simplemente Baco.
La historia pasó de largo y de Sileno nadie se acordó. Hasta que un día de verano, Dionisio, el Dios del vino, acompañado de Pan, vino a la tierra y visitó al Rey Midas, quien les ofreció pan y vino, como muestra de hospitalidad. Dionisio fue recibido con pompa y boato como era la costumbre.
─Midas─dijo el Dios. Te concederé lo que me pidas o me digas.
El rey pensó que el Dios le estaba tomando el pelo y le contestó burlón:
─Baco─ traedme pues a Ciriaco el caco para darle poco a poco un coscorrón en el coco. Para su fortuna, el Dios Dionisio estaba de buen humor y supo comprender la sátira del rey.
─Estoy hablando en serio Midas, pide un deseo ─respondió Dionisio─ y por Ariadna, mi amor excelso, que infortunada ayudó a Teseo, por favor no te midas, que por el decoro y hospitalidad que brindaste a Sileno, complacerte quiero con alhajas o jóvenes queridas. Sí no lo haces, el mundo se reirá de ti cuando lo sepa ─advirtió─ y aunque sin querer, una sinécdoque he utilizado, poco tiempo tienes para pensarlo.
─Sí así tú me lo pides─ contestó el rey Midas─ mi deseo es que se convierta en oro todo lo que yo toque y a pesar de lo hiperbólico, echada está mi suerte.
─ ¡Oh Midas insensato¡─ tus riquezas ya son vastas , pero no te son suficientes. Permíteme la prosopopeya, ¿qué oración te rezará el oro el día de tu muerte? y ¿cómo morderás la sólida y áurica papaya?
─ ¡No me importa, no me importa! ─contestó el rey Midas─ yo lo que quiero es oro y ya que plata no quiero, de plátanos me alimentaré.
─Hágase tu voluntad ─ dijo Dionisio abandonando el edificio.
De las penas que sufrió el rey Midas se habló mucho en la corte y pasó mucho tiempo, hasta que el dipsómano Dionisio deshiciera aquel terrible hechizo. Después de la áurea lección, Midas entregó su corona y en silencio abandonó el palacio emigrando a otras tierras y no se supo nada más de él. De sus joyas y collares otros se apoderaron. Del oro no quedó nada y lo único que dejaron los ávidos cacos, fue el loro parlanchín del rey Midas parado en una estaca, psitácido de color brillante que todo lo que comía lo convertía en caca. Y así finaliza la breve historia del rey Midas, que sobrio y sin resaca, la codicia lo cegó y aunque parezca irreverente, todavía hoy hay quienes van por el mundo haciendo la de Midas y la de su loro.
Roberto Herrera 01.04.2011
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