Memorias de un viajero
de estos tiempos
“Ay hijo, ¿sabes, sabes de dónde vienes?” El hijo, Los versos del
Capitán. P.Neruda
No era la primera vez que perdía el tren de las 6 y 45 en dirección a Karlsruhe, –la siguiente
estación importante después de Mannheim–, y aunque siempre le causaba desagrado
ver al tren moviendo la cola, como si se burlara de él, ya se había
acostumbrado a tales eventualidades. No obstante, cada vez que perdía una
conexión, lanzaba improperios y maldiciones contra la compañía federal de
ferrocarriles, y si bien este comportamiento irracional no solucionaba su
problema, al menos le servía de válvula de escape. Daniel aguardó pacientemente en el andén
número tres la llegada del próximo tren rápido InterCity Express, conocido
popularmente por sus siglas ICE.
Era noviembre de 1997 y el otoño ya se había anunciado bruscamente,
presagiando bajas temperaturas. La ciudad de Mannheim, más gélida que de
costumbre en esa época del año, vestía el típico traje gris de las ciudades alemanas
reconstruidas después de la segunda guerra mundial. A la vera del río Rin,
Mannheim, muy lejos de ser una urbe cosmopolita como Nueva York, se conformaba
con tener de vecina, al otro lado del río, a la ciudad más grande en la región
del Palatinado, Ludwigshafen, cuna del
canciller alemán de turno, Helmut Kohl, apodado “La Pera” (Die Birne) por la
forma oblonga de su cabeza, famosa además por ser la sede central de BASF, uno
de los consorcios químicos más grandes del mundo. A pesar que la comparación que hacía Daniel
de las ciudades era bastante “tirada de las mechas”, él no podía dejar de pensar en New York y New Jersey cada
vez que cruzaba el río, es decir, diez veces por semana.
El siguiente tren llegó puntual y Daniel se apresuró a encontrar un asiento
que estuviera libre, guardando además la esperanza que fuera uno a su gusto. La estación ferroviaria de Mannheim era un
nudo importante en la red de trenes federales. Por ahí pasaba todo el
transporte de mercancías y de pasajeros de norte a sur y viceversa. Encontrar
un puesto libre era cuestión de suerte y tener la opción de elegir la mejor
posición era como sacarse el “gordo” en la lotería. Esta vez la fortuna lo
acompañó e inmediatamente ubicó una butaca
individual al lado derecho, en el sentido de la marcha de la locomotora. Colocó
su mochila 4-You color negro en el portamaletas de manera tal que el
colgante –un osito polar– se movía en el
aire al vaivén del ICE. Sacó de ella “Der
Spiegel” –la revista semanal más importante de Alemania y la de mayor tiraje en
toda Europa– reanudando la lectura del artículo referente a la contaminación
del Rin y a la salinización de las aguas subterráneas a lo largo de la cuenca
del río. Según los especialistas, la salinización había alcanzado en ciertos
lugares ubicados entre Fessenheim,
Buggingen, Heitersheim y Breisach valores altos y comparables a los del mar. La
industria química suiza, francesa y alemana ubicada en el alto Rin tenía la
máxima responsabilidad en este desequilibrio medioambiental, pero estas compañías
hacían mutis por el foro y no les
preocupaba que el segundo río más largo de Alemania, pero el primero en
importancia, perdiera constantemente su contenido de oxígeno debido al
recalentamiento de las aguas y por lo tanto, facilitara el aumento exponencial de desperdicios. Las
consecuencias directas eran la proliferación de productos putrefactos, la
mortalidad de los peces y el mal olor del agua. Una pestilencia parecida al de
un inodoro de estación de metro desatendido se respiraba en algunos lugares
cercanos a las numerosas plantas atómicas ubicadas a lo largo del caudaloso río,
en cuyo fondo los enanos Nibelungos, según cuenta la leyenda, escondían el oro
robado a las ninfas.
Daniel detuvo por un momento la lectura al percatarse que un viajero de
avanzada edad tenía clavada su mirada en él, no con carácter agresivo ni acosador sino más
bien expresando interés por su persona. Al
percibir repetidamente la mirada taladrante, Daniel prestó más atención y puso
en práctica el método de “chequeo-contra
chequeo” utilizado por los espías en las películas de Hollywood. Así ubicó la
posición del personaje sospechoso y comprobó que éste viajaba solo. Al regresar
de una de sus visitas al lavabo, el pasajero en cuestión se detuvo frente al
osito polar y exclamó sin remilgos:
– ¡Así que usted viaja a Berna!
– No, viajo a Friburgo –contestó Daniel amablemente.
– Pensé que viajaba a Berna –dijo echándole una mirada de soslayo a “Volodia”,
la mascota polar soviética.
– El oso de Berna es diferente –ripostó Daniel sorprendido y pensando: ¡Un
oso polar en Berna, a lo sumo en el zoológico!
– Claro, los osos de Berna son pardos –comentó socarronamente el anciano y
preguntó sin prestar mayor atención a la “supuesta” equivocación sobre los
plantígrados: ¿Sabe usted qué cosa tienen en común las ciudades de Berna y Friburgo,
aparte del idioma?
Era evidente que el hombre quería entrar en conversación con Daniel a como
diera lugar y éste le abrió las puertas.
Daniel meditó un instante, pero no
encontró, así a la rápida, una respuesta convincente. Conocía Berna y muchas
veces había estado allí, como
representante del movimiento revolucionario salvadoreño, en la década de los setenta del siglo pasado y
le pareció que no había nada en común entre las dos ciudades. De manera resoluta y convencido que había gato
encerrado en la pregunta, contestó con decisión:
– ¡No tengo la menor idea! –admitió Daniel.
– La casa de los Zähringer –respondió escuetamente el octogenario.
Así se enteró Daniel, que varias ciudades de Suiza, entre ellas Berna,
Friburgo, Thun y Rheinfelden también habían sido fundadas por la misma dinastía
que había erigido en el año 1120 la ciudad de Friburgo de Brisgovia, “capital”
de la Selva Negra.
– ¿Hacia dónde se dirige usted? –preguntó Daniel, cambiando de tema.
– A Basilea –respondió–, añadiendo una nueva pregunta. ¿Algo interesante en
el “Der Spiegel”?
La conversación era evidentemente asimétrica tanto por los contenidos, como
corporalmente, puesto que Daniel
continuaba sentado en su asiento y el viajero se mantenía en pie e inclinado
hacia él.
– Si no tiene inconveniente podemos viajar juntos –propuso Daniel–, al
percibir el hambre comunicativa de aquel
enigmático pasajero. Así podemos charlar tranquilos –añadió sugerente.
Ni corto ni perezoso, el viejo aceptó gustoso la propuesta.
– ¿De dónde viene usted? –avanzó el longevo careador lanzando una nueva pregunta
a boca de jarro.
Daniel que esperaba esa pregunta en
cualquier momento, contestó expedito:
– ¡De América Latina!
– ¿De qué parte?
Aunque el diálogo alcanzaba connotaciones inquisitorias, Daniel no se
alteró ni le incomodó tanta pregunta, puesto que no era la primera vez que vivía
esa situación. En más de alguna ocasión había invertido el sentido de la
comunicación, transformando esos “sondeos” en juegos de acertijo, convirtiendo así
al “interrogador” en adivinador. Pero esta vez, captó un deje extraño en la
conversación y permitió que las cosas siguieran su rumbo.
– Nací en Caracas –mintió Daniel, arriesgando a enfrentarse a más preguntas
y parecer un simio en una cátedra de filosofía.
– Pero, ¿de dónde viene usted realmente? –insistió el indagador, apretando
más la cuerda de la caña de pescar.
Frente a esa pregunta, Daniel sintió una leve incomodidad al no comprender,
por qué él utilizaba el adverbio “realmente” y tuvo la fugaz fantasía que el
anciano había adivinado que él había nacido realmente a 2500 kilómetros de
Caracas, en la capital de El Salvador. Y
los recuerdos de su familia materna brotaron nítidamente, invadiendo el presente, como si viajara en tren al pasado y
se encontrara en la plaza del pueblo donde nació su madre, el lugar donde sus
abuelos –que nunca conoció–, poseían fincas con árboles frutales, plantas de
café y ganado vacuno. Nunca supo a ciencia cierta ni tampoco se preocupó de
averiguar cuáles eran las raíces verdaderas de sus abuelos y bisabuelos. En la
familia se habló muy poco de ellos y Daniel y sus hermanas estaban demasiado
pequeños para interesarse por el árbol genealógico de sus antepasados. Lo único
que él sabía con certeza es que habían sido emigrantes españoles, por parte de su abuela y por parte
del abuelo, de origen francés o viceversa. Pero daba igual, para los fines
prácticos, él había nacido en San Salvador y punto. Daniel, sintiéndose en esos
momentos un viajero de estos tiempos que regresa al pasado a buscar raíces
desconocidas, comprendió el trasfondo y la dimensión de la pregunta de su interlocutor.
– Bueno, tengo entendido que mi familia materna tiene sus orígenes en
España –respondió ante la insistencia del caballero.
– ¡Ya me lo suponía! –exclamó victorioso el interrogador como si hubiera
ganado una apuesta. ¡Usted es un marrano! –sentenció en seco.
Al sibilino y amable preguntón solo le faltó exclamar eureka, para completar
el sentimiento que supuestamente experimentó Arquímedes cuando descubrió que el volumen del líquido desalojado en un recipiente, es igual al
volumen del cuerpo sumergido.
Daniel, por falta de cultura general, no entendió el término “marrano” en
el contexto que el señor lo estaba utilizando. Él conocía la mayoría de los
sinónimos de marrano desde México hasta la Patagonia, y al intuir que su
interlocutor le daba otra connotación a la expresión, guardó silencio para no
delatar su falta de conocimientos.
– Usted es judío sefardí –explicó–, dándose cuenta que la sorpresa había
invadido el semblante de Daniel. Los “marranos”
eran los judíos conversos al cristianismo en la España medieval, una expresión
peyorativa en aquellos tiempos –precisó.
Sefarad es el nombre con el que los
judíos se referían a la península
Ibérica. Sefardí significa idioma español en hebreo, de allí que los sefardíes
son los judíos de habla ladina –concluyó satisfecho su ponencia.
– ¡Me pilló chanchito el viejito! –pensó Daniel. ¿Cómo puede usted afirmar
eso? ¿Lo dice usted seriamente? –preguntó Daniel ahora interesado en conocer
los detalles.
– Porque conozco bien esa cultura y a su gente –comentó con la soberanía
académica característica de los especialistas en una rama cualquiera de la
ciencia, el arte o la cultura, pero sin la arrogancia de los “Fachidioten” [sabios ignorantes].
– Bien, cuénteme en qué se basa….
Daniel no tuvo tiempo de terminar la frase ni de preguntarle si él mismo era
judío, pues las palabras del inescrutable caballero comenzaron a fluir como un torrente
inagotable de conocimientos acerca de la historia y de la cultura de los judíos
españoles. La cátedra hizo vibrar una cuerda misteriosa y oculta en su
corazón.
– Pensé que usted es judío sefardí desde el primer momento en que usted
fijó su mirada en la mía –terminó
diciendo el abuelo con el hablar cansino de los hombres de su edad.
Momentos después la conversación se volvió más amena y familiar. Daniel se sinceró con el anónimo personaje, que bien
podría haber sido su padre y le contó lo
poco que sabía de sus antepasados y de
la circuncisión a que había sido sometido siendo un recién nacido, un rito
inusual en la cultura cristiana e hispanoamericana. Con este pequeño detalle,
el arcano caballero vio confirmada la teoría que tejió en el mismo instante en
que entrelazó sus ojos con los de Daniel.
– ¿Tiene todavía dudas? –preguntó lacónicamente dejando entrever en la
comisura de sus labios una sonrisa que
delataba su satisfacción.
La voz del empleado de ferrocarriles anunciando que en breves minutos el
tren llegaría a la estación central de la ciudad de Friburgo interrumpió la
conversación. El caballero extrajo del bolsillo de su saco una tarjeta de
presentación de color blanco y se la entregó: Prof. Dr. Gerold Walser,
Kl…strasse 2…, CH-4054 Basel; Telephon: 061/28…–leyó Daniel.
– Visíteme en Basilea –invitó amigablemente después de la despedida.
Daniel guardó la tarjeta en su libreta de direcciones y aunque no se olvidó
de la historia relatada ni de aquel hombre misterioso que había abierto una ventana cerrada en su
vida, dejó que el tiempo se devorara así mismo, sin volver a tomar la tarjeta
de presentación en sus manos. Ahí yació dormida durante varios años entre papeles y direcciones
de vivos y muertos, de amigos queridos y mal queridos, de conocidos, desconocidos y olvidados.
Daniel se encontraba empecinado en escribir una nota periodística
relacionada con la corrupción en el mundo, pero Calíope lo había abandonado y mientras
esperaba a que llegara la inspiración, se puso a hojear la obra aristotélica “Moral, a
Nicómaco”. Sin embargo, la musa caprichosa brilló por su ausencia, y en su
lugar apareció su mujer cual hada bailarina, solicitándole con voz de Cirse la
dirección de Laura, una buena y querida
amiga en común. Sacó la destartalada libreta verde de direcciones del cajón del
escritorio y por los aires voló la vieja tarjeta de presentación del Profesor Gerold Walser en manos de una
sílfide invisible hasta posarse en el teclado de la computadora. Tuvieron que
transcurrir 18 años, para que aquel
encuentro fortuito en el tren de velocidad,
floreciera como una siempreviva.
Daniel agradeció a los tiempos modernos y a la tecnología cibernética y tecleó
el nombre en el buscador google que en cuestión de segundos mostró la biografía
del enigmático anciano, quien lo condujera por senderos inéditos aquella tarde
de otoño de 1997. Pinchó en uno de los enlaces y leyó:
“El 3 de julio del año 2000
murió en Basilea el Prof. Dr. Gerold Walser a la edad de 83 años, historiador
antiguo y epigrafista, doctor honoris causa de la Universidad Albert-Ludwig de
Friburgo de Brisgovia. El profesor Walser se distinguió por su dedicación en la reconstrucción de la facultad de
historia antigua durante el período de la posguerra. Después
de su habilitación como catedrático en la universidad de Berna, el Prof.Dr.
Gerold Walser volvió a ejercer la docencia en Friburgo.”
Daniel se sintió profundamente conmovido al comprobar que todo aquello que
el buen hombre le había relatado acerca de las alfombras iraníes, de su esposa
recién fallecida y de sus viajes por el mundo, había sido cierto y avergonzado
por haber desconfiado del Profesor por unos instantes durante la travesía en
tren. Sólo una cosa se guardó para sí el gentil estudioso y sabio suizo: Su
primera esposa, Brigitte Walser-Freundenberg era descendiente, por parte
materna, de una familia ortodoxa judía.
Esa noche le costó reconciliar el sueño y al día siguiente, tuvo la
necesidad imperiosa de visitar la
universidad, pues le pareció el lugar
más indicado para encontrarse con el espíritu
del Profesor Dr. Gerold Walser. Tal vez
lo vería releyendo uno de los 3000 libros de su biblioteca particular que ahora
vivía en los estantes del departamento
de ciencias sociales. Ahí, frente a los
espejos de la moderna biblioteca universitaria recién inaugurada, que
reflejaban los rayos del sol en el día de otoño más caluroso en la historia
climática de Alemania, Daniel sintió por unos segundos la mirada
afable y cálida del Profesor hincada en
la suya y le pareció que le sonreía disculpándose por haberle ocultado su propia
cercanía con el judaísmo asquenazí. Se despidió de él, no sin antes darle las gracias
por las lecciones de historia gratuitas recibidas en el InterCityExpress y por haber iluminado el sendero oculto de sus
raíces ancestrales.
Me gusto mucho tu relato Roberto. La mayoria de los latinoamericanos ignoramos nuestro origen. La procedencia de nuestros antepasados concretamente aunque sepamos que tenemos tres raices: la europea, la indigena y la africana y en cuarto lugar la asiatica. En mi caso, recien me interesa el tema en lo concreto. Como decís, antes, hubo otros asuntos que atender y ahora que tenemos cierta tranquilidad podemos preguntarnos ciertas cosas, fundamentales para nuestra identidad.
ResponderEliminar