A “los tristes más tristes del mundo, mis compatriotas, mis hermanos…” Roque
Dalton
Cuenta Diógenes Laercio, que Tales
de Mileto, considerado uno de los siete sabios en la antigua Grecia, ante la
pregunta de uno de sus discípulos acerca de quién es feliz, respondió lo
siguiente: “El sano de cuerpo, abundante
en riqueza y dotado de entendimiento”. Mientras que para John Lennon y Paul
McCartney en los años sesenta del siglo
pasado, la felicidad era un arma caliente –“Happiness
is a warm gun”–, tan caliente como el cañón del revólver que utilizó Marc
David Chapman para asesinar a John aquella gélida noche de diciembre de 1980, y
para muchas personas en el mundo actual, globalizado y neoliberal, la felicidad
consiste en poseer “cosas” materiales, sobre todo dinero.
La Grecia de Tales estaba dividida en tres clases sociales: Los ciudadanos,
los metecos y los esclavos. Los primeros eran los únicos que podían poseer tierras
y dedicarse a la política. En esta clase social militó, sin duda alguna, Tales el Sabio. Los metecos, es decir los extranjeros residentes, podían meter sus narices libremente solo en la
banca, en los asuntos sociales, comerciales y administrativos de la polis (ciudad). Y, por último, en el
escalafón más bajo, estaban los esclavos, los parias de la época, los que
sudaban la gota gorda, para que los ciudadanos y los metecos pudieran dedicarse
a las actividades políticas, sociales, artísticas y académicas.
Tales de Mileto se dedicó –según dicen– a observar el cielo y la tierra.
Hermipo, el poeta ateniense, cuenta que una vieja en una ocasión habiendo
sacado a Tales de casa para que observase las estrellas en el firmamento, éste salió
a la calle como un bólido celeste, sediento por conocer los secretos del cosmos,
con tan mala suerte que no reparó en el hoyo que tenía ante sus pies. Todavía
no se conocía en aquellos días la existencia de los agujeros negros, aunque,
los había por todos lados. Al escuchar el feroz grito doloroso del Sabio la
vieja contestó compungida: “¡Oh Tales, tu
presumes ver lo que está en el cielo, cuando no ves lo que tienes a los pies! “.
La sabiduría de Tales de Mileto –a pesar del famoso traspié o
tortazo– es indiscutible y su aporte en el campo de las matemáticas, de la
geometría aprendida de los egipcios, de
la física, de la astrología y de la filosofía, lo convirtieron en el primer
pensador del hemisferio occidental, quien buscó una explicación racional del
mundo en que vivimos.
Muchas de las sentencias filosóficas que se le atribuyen como propias todavía
tienen aplicación en la sociedad
moderna. Por ejemplo, sabemos por experiencia propia que no hay algo más
difícil en la vida que conocerse a sí mismo o que es muy fácil dar consejos a
otros o que es más sabio el tiempo, porque todo lo descubre o que raras veces veremos a un tirano viejo (con
la excepción de Pinochet, quien murió en sus cómodos aposentos a la avanzada edad
de 91 años).
Ahora, si bien es cierto que el concepto de “felicidad” de Tales de Mileto,
es en sentido estricto egocentrista, elitista
y discriminante, la “búsqueda de la felicidad” ha sido fuente de inspiración para el neoliberalismo
anglosajón. Tales de Mileto descendiente de una familia noble fenicia fue
producto de su época y como tal, reflejó el pensamiento autosuficiente de la
élite intelectual griega. Hermipo escribe en su obra “Vidas” que Tales daba gracias a la fortuna por tres cosas: la primera, por haber nacido hombre y no bestia; la
segunda, por ser varón y no mujer; y la tercera, por ser griego y no bárbaro. Y
no pudo ser de otra forma ya que Tales no cuestionó ni la organización social ni
la organización política de la sociedad en que vivió, la que excluyó del
derecho de ciudadanía, la quintaesencia en la Grecia antigua, a las
mujeres, a los extranjeros, a los
esclavos y a los libertos (esclavos liberados).
¿Qué es la felicidad?
Un estado emocional transitorio de satisfacción plena que percibe el ser
humano al alcanzar exitosamente una meta deseada, sea ésta una experiencia
física y/o mental percibida como agradable. La felicidad es un estado emocional
primario –como también lo es la sorpresa, el asco, el miedo, la ira y la tristeza–, cuyo patrón de conducta,
tales como respuestas motrices, endocrinas y autonómicas son reconocibles
independientemente de diferencias culturales, raciales o sociales en los seres
humanos. Si la “felicidad” dependiera única y exclusivamente de las condiciones
materiales, de las facultades cognitivas y de la salud física y mental del
individuo, de acuerdo al juicio de Tales de Mileto, deberíamos concluir que la
“felicidad” le es ajena a la mayor parte de los seres humanos. Pero esta
conclusión es falsa, ya que la felicidad es uno de los estados emocionales
básicos en el ser humano. Más bien, diría yo, que la sentencia de Tales de
Mileto coincide mejor con el concepto moderno de bienestar. En consecuencia con
ello, es erróneo suponer que los
ciudadanos suizos, islandeses, daneses y noruegos son más felices que los
habitantes de Togo, Burundi, Siria y Benín, por tener los primeros un
desarrollo económico más fuerte y una superestructura más eficiente y
organizada. Pero no nos confundamos, bienestar socio-económico no es sinónimo
de felicidad ni tampoco el vivir en la opulencia.
¿Quién garantiza la felicidad?
Nadie. Ni siquiera las naciones más ricas y poderosas del planeta pueden
garantizar la felicidad; por la sencilla razón, de que la “felicidad” no es un
traje Armani que vestimos el sábado por la
noche ni un Patek Philippe ni un Porsche
Panamera Turbo ni la más bella sortija ni
tampoco la más sonora carcajada de un payaso del Cirque du Soleil. Aunque no me sorprende ni es blanco de mis
críticas que alguien pueda “sentirse feliz” conduciendo un coche deportivo de
lujo. La felicidad no conoce fronteras ni mediciones, así pues, no es de
extrañar que un guajiro pobre también pueda sentirse feliz y contento cantando la
Guantanamera allá en su bohío o un cipote
mocoso cazando lagartijas en la campiña cuzcatleca con una hondilla de guayabo.
La felicidad, por ser una emoción inherente a la naturaleza humana no se
encuentra en ningún lugar del universo, salvo en el cerebro de cada individuo.
Por lo tanto, la “búsqueda de la felicidad” en la sociedad de consumo más que
un “derecho inalienable” es una fatamorgana político-ideológica para obnubilar
el alma y la razón de los consumidores. No así, el derecho a la vida, a la
libertad, a la seguridad social, a la
educación y al trabajo, que sí son
derechos inalienables del hombre.
¿Quién garantiza entonces los derechos humanos de todos los ciudadanos?
La sociedad moderna ha hecho de las “cosas” materiales un fetiche y ha convertido
al “poderoso caballero, Don Dinero”, en el nuevo Mammon de la humanidad.
¿Es que el hombre moderno no tiene la capacidad ni la disposición para vivir
en una sociedad, en la cual todos los ciudadanos contribuyan, de
acuerdo a sus capacidades y facultades, al desarrollo de una economía socialista
sostenible, a fomentar el acopio cultural y a garantizar el ejercicio pleno de los derechos humanos?
Al parecer sí. Pues hasta la fecha, todos los intentos por construir una
sociedad en la cual no haya explotadores ni explotados han fracasado.
¿Es que nadie puede imaginarse vivir
en una sociedad de personas íntegras, cultas y libres? Este es el dilema de la
humanidad: ¡Socialismo o barbarie! Tal como lo expresara Rosa Luxemburg hace 99
años.
En su insistente y obcecada búsqueda de maximizar el rendimiento en sus transacciones, el capitalismo
neoliberal impuso su voluntad a rajatabla a nivel mundial en 1989 a través del Decálogo del Consenso de Washington, las
“nuevas tablas de la ley” del mercado
internacional. Mientras tanto, el intercambio comercial desigual entre países
ricos y pobres seguirá produciendo hambre, enfermedades, desempleo y éxodo económico,
pues el bienestar y “felicidad” de unos pocos significa la miseria y desgracia de muchos. Esta asimetría socio-económica
de las políticas neoliberales es el germen de la violencia, el crimen
organizado y la corrupción en los países catalogados como los “más tristes” del mundo ( http://worldhappiness.report/ ).
En este sentido, la felicidad no es un arma de fuego, como dice la canción
de los Beatles, sino el hambre y la pobreza.
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