Todas las guerras siempre huelen a podrido
Pienso que para entender holísticamente el conflicto geopolítico desatado en
Ucrania con la intervención militar de Rusia hace unos días y aproximarse un
poco al intríngulis ucraniano, habría que estudiar la historia de Rusia desde
el año 867 con Oleg Nóvgorod, a la cabeza, pasando por Pedro I, Iván el
Terrible, Lenin, Stalin hasta llegar a Mijaíl Gorbachov en 1991.
Esto significa, por supuesto, analizar minuciosamente la dimensión
histórica y política de las relaciones entre Rusia y Ucrania, los convenios y
acuerdos firmados entre los países occidentales y Rusia una vez desaparecida la
Unión Soviética en 1991 y, ante todo, el papel histórico de la revolución
bolchevique en octubre de 1917 (el fantasma del comunismo a nivel mundial). Esto
último es muy importante tenerlo muy en cuenta, puesto que la “historia” no
tuvo su fin con la caída y derrota de la Unión Soviética en 1991, por mucho que
Francis Fukuyama intentara en vano en 1989 convencer al mundo occidental con las
tesis político-históricas expresadas en su libro “El fin de la historia y el
último hombre”. Puesto que el proceso dialéctico e integral de desarrollo de
las fuerzas productivas con carácter socialista todavía sigue en marcha en China,
Rusia, Cuba, Viet Nam y Corea del Norte, países en los cuales prima el
capitalismo de estado, más allá de los errores y horrores cometidos por los
respectivos partidos comunistas.
Según mi modesta opinión, el conflicto en Ucrania es tridimensional:
histórico-político, geopolítico y last but not least, económico-comercial,
sí tomamos en cuenta, que más del 60% de las reservas de gas natural se
encuentran en Rusia y el Medio Oriente. Europa depende de Rusia, al menos por
el momento, entre otros productos comerciales, del gas natural. Por lo tanto,
diría yo, que este es el aspecto más fácil para entender y para comprender la
tibia y hasta tímida respuesta de los gobiernos europeos en contra de la
intervención militar en Ucrania. De hecho, más allá de la verborrea diplomática,
el bombardeo mediático para satanizar la figura de Putin y las sanciones
comerciales contra Rusia, tanto de los Estados Unidos como de la Unión Europea no
han podido contener ni ralentizar la intervención militar rusa en Ucrania.
Ahora bien, sí únicamente nos conformamos con la información del main
stream y de los medios de comunicación del mundo occidental, obviamente
llegamos a la conclusión que Vladimir Putin es un malnacido y un desequilibrado
mental, o bien, dicho a la salvadoreña, con un patín napoleónico que lo
empecina a querer revivir la antigua Unión Soviética.
Haciendo un poco de historia contemporánea y limitándonos a los últimos 60
años (para no hilvanar fino) encontraremos muchos casos de intervenciones
militares de fuerzas extranjeras en países en los cuales no existía vínculo
directo ni étnico ni cultural ni político entre el “invasor” y el “invadido”.
La pequeña isla de Granada ubicada en el Gran Caribe fue invadida en 1983 (Operación
Furia Urgente) por el ejército de los Estados Unidos. ¿Cuáles fueron las
verdaderas causas que motivaron la urgente invasión en Granada? Probablemente
geopolíticas, puesto que, en el Gran Caribe, por lo visto, solo puede nadar el
gran tiburón blanco norteamericano, parafraseando al salsero panameño, Rubén
Blades. Pero Maurice Bishop no era Putin
ni la pobre Granada nunca ha tenido importancia estratégica, al menos para los
europeos. En aquel entonces nadie dijo ni pío por Granada. Y, ¿qué pasó con la
guerra de las Malvinas en 1982?
La intervención militar en Libia en 2011 autorizada por el Consejo de
Seguridad de las Naciones Unidas, con las abstenciones de China, Rusia,
Alemania, Brasil e India, y ejecutada por las fuerzas militares de la OTAN, hizo
polvo las arenas del desierto y finalizó, simbólicamente con la muerte de
Muamar el Gadafi. ¿Quién se indignó
entonces por el pueblo libio?
Es decir, como dijera el escritor y pensador español Don Ramón de Campoamor
y Campoosorio que en “este mundo traidor, nada es verdad ni mentira, todo es
según el color del cristal con que se mira”.
Putin o mejor dicho Rusia, ha demostrado en Ucrania su poder
político-militar y su peso específico en la política internacional. Tal y como
los Estados Unidos de Norteamérica lo vienen haciendo en el mundo desde 1848
cuando California, Nevada, Utah, Nuevo México y Texas, todos territorios de
México, pasaron a formar parte de la gran nación Norteamérica.
No obstante, esto no significa bajo ningún punto de vista que aplaudo la
intervención militar de Rusia en Ucrania. Sin embargo, es importante recordar que
en 1989 los “cantos de sirena” del Gran Capital occidental se escucharon en Europa
Oriental. Desde entonces, una parte de la clase política ucraniana de derechas
ha tenido siempre, como objetivo estratégico, en su agenda política formar
parte de los países que conforman el “cordón sanitaire” político-militar
(OTAN) y económico (neoliberalismo) en torno a Rusia. Pues bien, desde entonces
comenzaron a sonar los tambores de guerra. Pero Vladimir Putin no es Boris
Jelzin ni tampoco es más hijo de putin que otros políticos en funciones en la
palestra internacional.
Todas las guerras, “justas e injustas”, religiosas o comerciales siempre
huelen muy mal y cuando las potencias muestran su poder, sea este
político-militar o económico, la bocanada expelida de sus fauces siempre tiene
un olor fétido, como el del mercaptano, grupo funcional químico mezcla de
azufre e hidrogeno muy parecido al de los huevos podridos, que se suele
encontrar en los gases liberados por la materia orgánica en descomposición.
Mientras que el mal aliento en los humanos, es decir la halitosis o el patín,
como se dice en mi tierra, puede tratarse con remedios, la halitosis de las
potencias o de los imperios es por desgracia incurable.
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