“Ella está en el horizonte. Me acerco dos pasos, ella se
aleja dos pasos más. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más
allá. Por mucho que yo camine nunca la voy a alcanzar. ¿Para qué sirve la
utopía? Sirve para eso: para caminar.” Eduardo Galeano
Detrás de cada utopía político-ideológica se esconde, por lo menos, una leyenda
y muchos mitos. Cada generación de hombres y mujeres en una sociedad concreta crea
sus propias leyendas políticas de acuerdo a su historia, su cultura, su
idiosincrasia y sus tradiciones. Muchos hombres y mujeres en todos los
continentes alcanzaron la adultez temprana creyendo en la leyenda del “socialismo
real”, es decir, en aquel sistema socio-económico practicado en la Unión
Soviética estalinista y pos estalinista.
El espíritu de la época de los sesenta fue de rebelión contra todo lo
establecido y reproducido por la sociedad capitalista. En América Latina, la
revolución cubana convulsionó todo el continente y la bipolaridad en el mundo
se respiraba en Paris, Berlín y Santiago de Chile. Guerra fría a nivel
estratégico entre las dos grandes potencias mundiales, por un lado, y guerra de
baja intensidad del ejército norteamericano en el sudoeste asiático, por el
otro.
La propuesta estratégica político-militar de “vietnamizar” la lucha de
clases a escala mundial murió en La Higuera/Bolivia, en el mismo instante en
que el Comandante Ernesto Guevara fuera asesinado en octubre de 1967. El
fracaso del llamado “socialismo real” que culminó simbólicamente con la caída
del muro de Berlín en 1989, veintidós años más tarde de la muerte del Che
Guevara, y la desintegración definitiva de la Unión Soviética en 1991
sorprendieron en paños menores a muchos marxistas revolucionarios.
Pese a todos los reveses vividos durante la época guerrillera en Suramérica
del siglo XX, los tambores de guerra revolucionaria siguieron sonando en
América Latina y gran parte de mi generación optó por la vía armada en El
Salvador, convencida que ese era el camino que conduciría a la libertad. Esos
jóvenes latinoamericanos que ayer aspiraron a cambiar radicalmente las
estructuras político-económicas dominantes en sus países y especialmente aquellos
salvadoreños que pretendieron arrebatarle el poder a la oligarquía latifundista
a través de las armas, hoy se encuentran, en parte, o bien, administrando el
estado capitalista o en la oposición callejera y/o parlamentaria o viviendo
bien de la “renta” y en el peor de los casos, sobreviviendo a duras penas y
sudando la gota gorda.
Antonio Gramsci dice que “…en realidad, toda fase histórica real deja
huella de sí en las fases posteriores, que en cierto sentido llegan a ser su
mejor documento”. La generación de revolucionarios salvadoreños que soñó
y murió luchando por el socialismo científico en las décadas de los setenta y
ochenta del siglo pasado es el ejemplo palpable de este pensamiento.
La suma de doce años de guerra y veintitrés de democracia parlamentaria es
un breve lapso de tiempo en la historia universal, pero es suficiente como para
alienar y traumatizar a una generación entera. Es una gran coincidencia, que
transcurriera la misma cantidad de tiempo entre la insurrección de 1932 y 1967,
año en que mi generación se recuperó del trauma que dejó la masacre del 32 y se
atrevió a seguir soñando utopías.
¿Qué (nos) quedó después del sueño con futuros venturosos de leche y miel
en El Salvador?
La desazón de no haber logrado los objetivos estratégicos planteados –la
toma del poder–, pero la valiosa experiencia y la tranquilidad ideológica,
diría yo, de haber estado a la altura de las exigencias históricas de la lucha de
clases en El Salvador, en aquellos momentos, en que las fuerzas políticas se
tensaron en su máxima expresión. Además de eso, quedó constatado en la práctica
que los sueños solamente dejan de ser lo que son, cuando la correlación de
fuerzas político-ideológica está a favor del pueblo.
¿Cuáles serán los sueños de las nuevas generaciones de salvadoreños en los
próximos 35 años del siglo veintiuno, cuando superen el trauma colectivo de la
guerra?
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