El tiempo, el implacable, el que
pasó. Pablo Milanés
Dedicado a mis compañeros del colegio Divino Salvador 1965-1968
Al compás de una guitarra desafinada os contaré amigos míos, vivencias de
nuestra adolescencia temprana, etapa de nuestras vidas que trascurrió entre
risas, juerga, deporte y sobretodo, en el estudio de las páginas de los libros
que devoramos en largas horas de insomnio voluntario. Así volaron esos años que
hoy nostálgico recuerdo, perdiéndose en el horizonte como una piscucha casera
que voló en el cielo azul salvadoreño.
No quiero hacer alarde aquí de mi memoria, pues ésta con los años, como también
muchas otras facultades biológicas, se ha debilitado en cierta medida. Pero
esta situación poco me aflige, eso es parte de la vida, diría Don Gregorio
Marañón y Posadillo. Ya no soy semental ni tampoco garañón y a las damas en el
baile ya no les toco el fundillo. Algunos de vuestros nombres se me habían
olvidado, “but With a little help from my Friends” creo haberlos encontrado a
todos formados en fila india en la cancha de básquet y en una aula de fantasía los
he reencontrado a todos, desde el más chico hasta el más grande. De algunos
sólo quedan los nombres y uno que otro sobrenombre. Pido disculpas, primero por
algún desliz cometido y segundo, por no mencionar explícitamente a cada uno de
vosotros en mí canto, ya lo dijo un hombre sabio: Quien mucho abarca poco
aprieta.
La memoria histórica es selectiva y tiene que ver con el contenido emocional
que tenga el hecho que en ella se grava. Con alguno de vosotros compartí cama y
techo, y más de alguna vez de buena moza su pecho. La amistad es un proceso
dinámico que se desarrolla en la dimensión tiempo-espació y es cosa de
caracteres y no por capricho con quien uno más se relaciona. Y no quiero
parecer más vivaracho de lo que realmente soy, pero soy de la opinión, que en
el aula no hubo discriminación por motivos socio-materiales o tendencias homoeróticas.
El terremoto del 65 que zangoloteó a San Salvador el tres de mayo en plena
madrugada, me dejó más pálido que payazo del circo “Chocolate”, puesto que el
sismo provocó heridas que no las cura el merthiolate, no piensen los oyentes
que lo digo con picardía, pues más de cien murieron y hubo cientos de heridos. Muchas
casas se cayeron y la penitenciara central, aunque era de cemento armado
también quedó destruida. Ya saltará por ahí, algún paisano de Gabriela Mistral
ripostando que nuestro temblor solo llegó a sacudida, a lo sumo a temblorcito,
pero que le vamos a hacer si de América somos el Pulgarcito.
El primer curso de bachillerato, comenzó, como ya comenté, con el curso que
me provocó aquel movimiento telúrico. La vieja construcción del colegio, un
antiguo seminario agustiniano, resistió bien el cataclismo y no hubo daños
materiales serios que lamentar. ¿Cómo no iban a estar protegidas las aulas?, sí
el mismísimo Divino Salvador y San José velaban por ellas. La tentación estaba
cercana, pues a un paso estaba La Praviana, es decir la Sodoma y Gomorra
cuzcatleca, y vaya que más de algún picaronazo de mi clase adquirió la mala
maña de frecuentar aquel quilombo pero no precisamente para jugar pizpirigaña. En
el “Manuel José Arce”, como oficialmente se llamaba el parque San José, fumando
tabaco o marihuana hasta quedar pedo, esperábamos entrar al recinto y había que
armarse de valor para enfrentar a Delgado – en el caso de entrar tarde a la
fila–, no al “Benemérito de la Patria” José Matías, sino a Gabriel Delgado
Acevedo, el principal del colegio, quien no caía en galimatías a la hora de
castigar.
“Porrón”, el director del colegio estaba muy lejos de ser camarada marxista,
más bien creo que era ex hermano marista. Ese pedagogo que fácil se enfadaba, estaba
al tanto de su mote y vaya que le disgustaba. Los guanacos –por lo general– no
somos nacos cuando de apodos se trata, en mi clase había un “Chompipe”, un
“Sínnalgitas”, un “Diablo”, un “Magila Gorila” e incluso una “India Motilona”(Cornelio Chávez),
siendo la institución un colegio varonil. Y verá usted, nadie se ofendía. Le
digo con franqueza y sepa que no me avergüenza que una parte de mis genes sea
de origen pipil. Así que, téngalo por seguro, si usted me llama “Cariño” ni me
ofende ni lo riño. Entonces, no sería por falta de respeto, cuando “Chobeto”
Ventura hacía el tambor con la boca: “Poorrrrón, Poorrrón, Poorrrón, Pon, Pon”,
hasta a Lito Lara, al profe chévere de biología y literatura, le hacía gracia
la travesura. Y no crean que soy fanfarrón,
pero más de alguna vez enfrenté a “Porrón” por rebelde y por rosquero[1].
Pongan atención ahora que esto no es broma, porque si hubo alguien ponderado,
ceremonioso y serio en mi juventud, ese fue el “Gordo” Regalado, amigo, casi hermano,
quien despegó velas conmigo en la conquista de Europa. En esa epopeya cogió
bien en serio lo del trabajo en “El Poncho”, un establecimiento dizque
mexicano. Ahí en la barra sirvió cerveza rubia y de la oscura, de barril, en
lata o en botella, vino, tequila y ron sin distinción de sexo, raza o religión.
Nunca hizo las de Pinocho – todavía guardo mis dudas– y aunque mentir no es
delito cuando no se causa mal a nadie, lo cierto es que “Foncho” nunca se tragó
el cuento del polvito con la mujer del Fiat descapotado Spyder amarillo en el Zunzal.
Tanto el hijo del empleado como el del rico visitaron el colegio cristiano.
Carlos tenía piano sin ser acaudalado y Alfonso era Rico, pero más bien en
alegría y buen humor. Le gustaba la música, el baile y la jodarria[2].
Y más de una mina cayó sin remedio en las redes musicales de aquel díscolo y
platónico disc-jockey. Más de alguna intentó meterle el dedito en el agujerito…
à la Kirk Douglas que lucía en el
mentón. Como era diligente y con bastante cacumen, siempre hacía un resumen de
los éxitos musicales que escuchaba en la radio Femenina y quiero subrayar aquí,
para que no se olvide, que ambos metacomunicábamos en frecuencia no modulada
con bastante frecuencia a cualquier hora del día y de la noche. No soy
enciclopedia ni tampoco erudito ni mucho menos bibliófilo como pavonee en mis
tiempos mozos, pero sí no conoce esa forma de comunicar, búsquela – si quiere–
en Wikipedia.
El más guapito de la clase era un carajito rubiecito y de buena onda, pulcro
y bien vestido como un muñequito de vitrina que desde muy tempranito comenzó a
remojar el pito sin necesitar de Celestina. ¿Qué podía hacer este galán en
ciernes?, sí era manifiesto que las púberes cachondas de la Divina Providencia y
del Sagrado Corazón preferían a Ernesto y no crean que soy buchón[3],
pues era de todos conocido que tiraban el calchón
al regazo de este vástago de catalán.
Grande fue el relajo que armamos una noche en casa de Mamá Carmen y Papá Herminio
y aunque estaba vedado meterse con las de “adentro”, más pudo la fuerza de la tentación a la carne y el revoleteo
de las hormonas, que la ley de abstinencia sexual impuesta por el anfitrión. En
un santiamén rompimos la veda, al fin y al cabo, no éramos seminaristas ni jóvenes
de aluminio. El cuento tiene pa’largo y un desenlace inesperado. Mejor paro de
contar aquí, porque la discreción lo amerita, no vaya a ser que meta la pata y
si alguna secreción brotó fue por culpa de Isabelita.
Ahí en el colegio tuve amigos y compañeros que mi memoria todavía conserva
fresca como la horchata o el té helado del cafetín. Unos venían del campo y la
mayoría de la capital. En ese conglomerado social de clases, lo único igual entre
los alumnos era el uniforme, pues como ya lo dije hace un rato, los había
ricos, menos ricos y más de algún proletario. El génesis del clan no se debió a
ningún creador, sino a la fantasía de Oscar Pino Dawson, profesor de Historia
Universal. No fue por un soplo divino, sino por casualidad que nos tocó sentarnos
juntos. Adelante tenía al “Gordo”, al costado derecho a “Foncho” y al “Neto”
March, en la retaguardia a Francisco José. Parecíamos cotorras cuchicheando
entre nosotros, cuando Pino en un tono poco fino, mandó a callar al “Clan” de
urracas parlanchinas.
Un día me creí muy choro[4]y
llevé al colegió un huevo choro. No recuerdo si fue por zonzo o por una apuesta
con Alfonso. Estábamos hablando del medievo en la clase de historia, cuando
azuzado por “Foncho”, disparé certero el huevo contra la pared con tanta
energía cinética y con tan mala suerte que embadurné al “Chompipe[5]”
Edwin Damas. No fue esa mi intención, sino simplemente armar el relajo. El olor
a pedo rancio inundó ipso facto el ambiente. Los gases sulfúricos son volátiles
y mal olientes, sobre todo el sulfuro de hidrógeno; ácido compuesto por dos
átomos de hidrógeno y un átomo de azufre. A tomar por saco pensamos todos,
cuando el Señor González, el inspector del colegio, nos quiso hacer sufrir con
la amenaza de un castigo. Nadie delató al hechor, teníamos un pacto de honor.
Pero esa diablura no fue la última ni la penúltima, lo único malo fue que
también la “víctima” tuvo que pagar el pato.
Y así pasaron los años, haciendo tonterías, dentro y fuera del colegio.
Pero, ¿para qué es la juventud?, sino para gozarla plena. “Quien lo quiere
celeste, que le cueste”, dice el viejo refrán. Según tengo entendido y pueden
corregirme la plana, algunos de mis compañeros llegaron a ser académicos o exitosos
empresarios con el esfuerzo y sacrificio
de sus padres. Políticos también los hubo de derechas y de izquierdas, por suerte
no a granel y no es por desmerecer el oficio, puesto que tienen su razón de ser.
Pero tanto la política como la ideología se convierten en pantanos cuando se
pierde el azimut. De la cosmografía aprendí, que la bóveda celeste es un
espacio-tiempo curvo concéntrico al globo terráqueo y que todo en la vida es
relativo y pasajero. Medio siglo trascurrido desde aquellos días, pero escribiendo
estas líneas os tuve aquí a todos presentes y la frescura de la juventud
despertó recuerdos que lejanos creía. Así me despido yo que recordé a mi antojo,
pasajes de la juventud vivida, guiñándoles el ojo. Pero hay que tener la virtud
de seguir viviendo con dignidad, amor al prójimo y humanismo, ahí donde nos ha
tocado vivir. No importa, si os guía la Biblia, la Torá, el Corán o el Contrato
Social de Rousseau. Me da igual. Pues hay que tener siempre sólida consistencia
para que la vida no sea como la espuma. Estas cosas y otras más las recordé con
cariño y respeto, así las escribí sin querer ofender a nadie con mi pluma.
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