“Debe
trabajar el hombre para ganarse su pan, pues la miseria en su afán de perseguir
de mil modos, llama a la puerta de todos y entra en la del haragán.” José Hernández
La tragedia marítima que conmocionó a Europa en el mes de abril del
corriente año en la cual 700 personas murieron ahogadas, incluyendo niños y
lactantes, es ejemplo de un fenómeno social y político-económico que está
ocurriendo a nivel mundial desde hace varias décadas.
Lamentablemente estos hechos volverán a ocurrir mañana o pasado mañana,
pues la avalancha de personas que no tiene otra opción más que enfrentar la
furia de Medusa en el Mediterráneo y arriesgar sus vidas con tal de llegar a
Lampedusa en embarcaciones viejas e inseguras, no se detendrá hasta que en sus
países de origen la vida de un ser humano si tenga valor y existan las condiciones
materiales y subjetivas para vivir como persona y no como un animal salvaje.
Algo similar sucede diariamente en el continente americano y en el sudoeste
asiático. Cientos de miles de latinoamericanos, especialmente provenientes de
Centroamérica, han encontrado la muerte en los desiertos hostiles de Sonora y
Chihuahua, verdaderos “mares de arena”, ubicados a lo largo de la frontera de
los Estados Unidos y Méjico. Mientras tanto, en el Golfo de Bengala, miles de bangladesís
se embarcan con dirección a Indonesia, Malasia, Tailandia y Singapur con la
esperanza de ser acogidos por las respectivas autoridades migratorias. Estos refugiados
son considerados como inmigrantes ilegales por los gobiernos de Yakarta, Kuala Lumpur
y Bangkok, lo cual implica que los “boot
people” tienen que seguir irremediablemente sin rumbo su peligrosa travesía
en las aguas del Océano Índico.
El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) cifró en
diciembre del año pasado en 4.272 el número de fallecidos a nivel mundial. El
número de muertos intentando cruzar el Mediterráneo, según ACNUR, ascendió a 3.419.
Cifra que corresponde al 80 % del total de muertes. Por otra parte, el mismo
organismo internacional afirmó que un total de 348.000 personas arriesgó en 2014
sus vidas en los mares y océanos del mundo con el objetivo de migrar o buscar
asilo en otros países.
No obstante, se desconoce la cifra exacta de las personas que mueren en la
aventura de buscar trabajo en el primer mundo; y probablemente sea mucho más
alta que la publicada por ACNUR. Cuando el trabajo legal es un artículo de lujo
difícil de conseguir, la violencia organizada, el narcotráfico y las guerras son
el reflejo condicionado en la sociedad moderna globalizada.
No es por “haraganería” que estos inmigrantes ilegales abandonan sus
terruños. Al contrario. Es por la carencia de empleos en sus respectivos países
y el afán de trabajar. El trabajo es un derecho fundamental del hombre, estipulado
en el artículo 23 en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sin
embargo, mientras la ciencia moderna en el campo de la biología es capaz de
crear un cromosoma eucariótico artificial a partir de un cromosoma de la
levadura, con lo cual se estaría dando un paso importantísimo para crear vida
artificial in vitro, los gobiernos
son incapaces de crear condiciones de vida humana, digna y con futuro, para millones
de personas en el planeta.
La globalización de los modelos macroeconómicos de desarrollo y de la
tecnología ha traído muchos y grandes beneficios, sobre todo a los países más
desarrollados del mundo, y, al mismo tiempo que el capital
financiero-industrial y la cultura dominante se expanden a nivel planetario, se
produce una concentración del poder político-económico y militar en el
hemisferio norte. Estos dos fenómenos– concentración y expansión– ,
aparentemente antagónicos, son en primera instancia, los responsables del hambre
y la miseria en las sociedades periféricas, por lo general pobres y
subdesarrolladas; algunas en situaciones de guerra y otras, como El Salvador,
bajo condiciones postraumáticas de guerra. Vistas así las cosas, no es extraño que
la mayoría de los inmigrantes ilegales que llegan a Europa o a los Estados
Unidos provengan de los países más pobres.
Son tantos los salvadoreños que han emigrado al extranjero, sobre todo a
los Estados Unidos– más de dos millones–, que si no fuera por ellos o más bien por
los dólares que en calidad de remesa oxigenan –dolarizan– la economía nacional,
el Producto Interno Bruto (PIB) sería un 13 % más bajo. Aunque en realidad,
ninguna economía endeble puede desarrollarse basándose en las remesas que
llegan del extranjero, pues los “dólares privados”, solamente son una pomada en
una herida cancerosa.
El fenómeno de “las remesas” está globalizado. La importancia de la remesa en
dólares o en euros, radica en la ayuda que ésta representa para aliviar los “dolores de cabeza” y para sostener
a sectores de escasos recursos económicos y aminorar los efectos de la elevada
tasa de paro creciente en el tercer mundo.
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