Cuento infantil para Karin K.
… ¡Imposible! ¡No puede ser!...
Se oyó decir en la oficina de telégrafos que la dueña del fundo estaba a punto de parir y que en el abandonado pueblo no había médico ni partera ni curandero. En la calle polvorosa no había un alma; nadie más que una mujer que por su atuendo llamativo recordaba un ara tropical. El telegrafista tocaba la tecla del aparato electromagnético con la agilidad magistral de un pianista manco: // punto- raya- raya- punto/punto- raya/punto-raya-punto/raya/raya-raya-raya//. El monótono verso salió disparado con la cadencia que solamente el dedo diestro índice podía generar.
Frente al cerro, una inmensa nube malva se elevaba amenazante presagiando ríos de sangre, y a lo lejos, unas nubes negras amagaban una tormenta austral. La atmósfera cálida del día se tornó de pronto en humedad amniótica y fresca. Se espesaron las sombras y el tecleo incesante en clave morse marcaba el pasar del tiempo y la intensidad de los dolores del parto.
¡Maldito cernícalo! —gritó la mujer alienígena vestida de arcoíris, acurrucada en la vera del camino.
El viento comenzó a mugir, agitando el follaje de los álamos y los sauces llorones que lentamente iba cediendo al goteo inicial de la lluvia. Brilló un relámpago y el ave de rapiña que posaba en la línea del telégrafo salió volando y se perdió pronto en las alturas. La tormenta se desencadenó sin vergüenza alguna y la lluvia arreció implacable.
La mujer buscó amparo en el cuartucho donde el telegrafista cansado ya de enviar mensajes sin recibir respuestas, fumaba un pucho de tabaco ordinario. Pacientemente esperaba el fin de la tormenta, encorvada, inmóvil, cuando de repente a la luz de un relámpago, le pareció ver, no muy lejos, a un hombre de elevada estatura. Momentos después, una silueta humana se detuvo ante la puerta de la oficina.
— ¿Qué pasa aquí?—preguntó el aparecido.
— ¿Y tú quién eres? —interrogó la mujer.
—Yo soy Aldebarán, el guardabosque.
— ¡Ah, bien, bien ! ¿Vuelves a casa?—preguntó la mujer con insistencia.
—Sí, pero la tormenta….
Un argentino relámpago iluminó de pies a cabeza al guardabosque, y casi al mismo tiempo retumbó un trueno breve, estruendoso. La lluvia golpeaba con violencia el techo de zinc, dificultando escuchar el mensaje en clave que el telegrafista empecinado continuaba enviando.
—Me parece—comentó el guardabosque—que tenemos agua para rato.
—Así parece—respondió la mujer.
— ¿Y tú que haces aquí? —demandó el guardabosque.
—Espero a la matrona—respondió la mujer en el idioma de los bosques encantados.
— ¡Imposible!—exclamó Aldebarán. Con esta lluvia los caminos son intransitables y no hay carreta ni caballo que pueda salvar los charcos del camino.
—Entonces morirá mi señora y con ella la cría que lleva dentro—sentenció la mujer.
—Eso está por verse—comentó el guardabosque. Aunque afuera está nublado y frió, la muerte no campea en estos pagos.
— ¿Sí?—inquirió la mujer incrédula. ¡Pues yo creo lo contrario!
—Ven, no perdamos tiempo—ordenó Aldebarán.
— ¿Quieres que te lleve a donde mi señora?
—Te lo agradecería—contestó el guardabosque.
El corpulento hombre cogió de la brida a su alazán y de un brinco se posó en el animal, que paciente esperó a que la mujer tomara asiento en sus anchas ancas. El guardabosque dio un silbido y de pronto apareció de las penumbras un hermoso perro negro carbón, que sacudiéndose la pereza y unas gotas de lluvia, se apresuró a acompañarlos. El caballo resbalaba, tropezaba, mientras los jinetes hacían figuras para evadir las ramas de los arbustos. Caminaron largo rato, hasta que por fin, el fiel guardián que los acompañaba ladró fuerte anunciando que habían llegado. La mujer se apeó primero y se dirigió a la puerta y dijo, dando fuertes golpes con los nudillos en la puerta: —Ya hemos llegado, mi señora.
— ¡Voy en seguida!—contestó una voz infantil detrás de la puerta.
Una niña como de siete años abrió la puerta, en camisa de dormir, descalza y con los cabellos rizados alborotados y con una expresión de miedo y angustia en los ojos que conmovió al rudo y valiente Aldebarán.
— ¿Dónde está tu madre?— preguntó.
La niña señaló con su mano el lugar donde se encontraba su madre luchando entre la vida y la muerte. Aldebarán abrió lentamente la puerta y vio a la mujer posada en su lecho de purpura, con la fiebre marcada en la frente.
—Calienta suficiente agua— ordenó el guardabosque a la mujer. — ¿Y tú no tienes hermanos?—preguntó dirigiéndose a la niña.
—Sí—contestó la chiquilla, a quien el alma le había vuelto al cuerpo. Están arriba durmiendo…
—Pues acompáñalos—dijo tranquilo y sereno Aldebarán que pronto seréis más.
Media hora después se escuchó el llanto de una recién nacida. Así nació la leyenda de Aldebarán, la estrella de los bosques encantados, que iba y venía sin que nadie lo viera, como un espíritu protector de los niños buenos.
Roberto Herrera 27.02.2010
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