jueves, 1 de mayo de 2014

Carrito

Este es un homenaje a un joven salvadoreño, que tuvo nombre propio, pero yo nunca lo conocí. El pueblo le decía cariñosamente “Carrito”, porque era uno de los suyos. Cuando en mi país natal no deambulen enfermos mentales, ni haya niños hambrientos pidiendo comida en las calles y la gente de a pie pueda subirse a una camioneta sin temor a perecer incinerada o ser extorsionada, entonces compañeros, podremos decir que vamos por la ruta de la liberación verdadera. 


Corrían los años sesenta del siglo pasado y el triunfo de la revolución cubana el primero de enero de 1959, despertó el fantasma comunista de 1932 que la oligarquía salvadoreña, después de haber regado los cafetales de la zona occidental de El Salvador con la sangre de más de 30000 campesinos e indígenas, había dado definitivamente por muerto. Tal vez por esa razón, el café maduro de altura tiene el intenso color rojo púrpura, como el de la sangre de los trabajadores del campo.

Y porque el color de la sangre jamás se olvida, el pueblo salvadoreño organizado, no se dejó amedrentar ni por el general Maximiliano Hernández Martínez ni por el coronel Oscar Osorio. Así llegó a la Presidencia José María Lemus, camuflado de liberal y ademanes de demócrata. Pero el gobierno de Chema Lemus tampoco supo responder a las verdaderas demandas socio-económicas del pueblo trabajador y demostró su incapacidad para detener el alud político-militar que se perfilaba en el país, acelerado en primer lugar por la propia dinámica de la lucha de clases salvadoreña y fortalecido con el derrocamiento de la dictadura de Fulgencio Batista en Cuba.

Pero en El Salvador existe la “buena” o la mala costumbre, cuasi un derecho consuetudinario, que todos los presidentes llegan al poder ricos de ideas y promesas, pero con los bolsillos vacíos  y cuando lo dejan, son millonarios en metálico contante y sonante o como mínimo tienen el futuro asegurado. Lemus tampoco fue la excepción de la regla.

Se rumoraba que la flotilla de buses japoneses Isuzu que cubría la ruta 30 en San Salvador, era propiedad de la primera dama de la República, Coralia Elena Parraga de Lemus, de quien se dijo tenía un gran corazón y comprensión por las necesidades materiales de sus compatriotas más desamparados y más pobres. Infundados o no los comentarios, el hecho real es que ni Doña Coralia fue una versión mesoamericana de Evita ni Chema Lemus fue Juan Domingo Perón. Lo único que tuvieron las dos mujeres en común fue su elegancia y su belleza; y maridos con el grado militar de teniente-coronel. Hasta aquí las posibles comparaciones.

Toda ciudad tiene su “loco”. La Habana tuvo su “Caballero de París” en la década de los 50 y San Salvador a “Carrito” en la de los 60 “Carrito”, un joven que adolecía con toda seguridad de esquizofrenia juvenil, según la clasificación internacional de enfermedades mentales. Señala la ciencia médica que hay que diferenciar entre varios estados de desarrollo de la enfermedad, entre otros, del estado paranoide, es decir, los momentos de delirios auto-referenciales y de persecución y el estado catatónico, es decir, síntomas psíquico-motrices. “Carrito” era un mezcla de estos dos: Se creía un auto con motor diésel. La ruta 30, llamada popularmente “La Circunvalación” por recorrer la periferia capitalina, fue precisamente una de las rutas preferidas del personaje principal en este relato histórico.

San Salvador en aquellos días era una ciudad tranquila, donde la cipotada jugaba al fútbol, al béisbol, a la “Mica”, al “Escondelero”, a la “Peregrina”o la “Güimba” en las calles, sin temor a ser arrollado por un vehículo particular o por los buses del transporte urbano, que en gran parte pertenecían a militares. A lo único que le teníamos cierto respeto y pícaro temor era al momento cuando “Carrito” quitaba el freno de mano y arrancaba a toda velocidad persiguiéndonos. Él no tenía carácter agresivo. Si se le dejaba en paz, continuaba su recorrido y solamente se detenía en la correspondiente parada de bus. Imitaba el ruido del motor con el rrrrummm, rrrrummm producido por los labios que dejaban entrever una fila de dientes amarillentos y cubiertos con una gruesa capa de sarro; y con la mano derecha realizaba los cambios de velocidad. Bueno, en honor a la verdad, el carro de “Carrito” tenía solamente una sola velocidad. Cuando yo conocí a “Carrito”, él se encontraba ya en la fase aguda de su enfermedad. Estacionaba su “carro” solo para echarle combustible al tanque o cuando algún transeúnte lo detenía para conversar con él. Pero había que tener cuidado con “Carrito”, pues sorpresivamente podía convertirse en un “Perrito Dovermann” capaz de morder la mano o arrancar un dedo, cuando percibía que se le estaba tomando el pelo. Y precisamente eso era lo que hacíamos en mi pandilla. Entonces era menester tener un buen motor en las piernas, para evitar que nos alcanzara y nos diera un feroz mordisco.

A “Carrito” se le podía encontrar en todas partes de la ciudad, pero él siempre seguía el plan de ruta del servicio de transporte urbano. Cuando iba en dirección a la Colonia Panamá, era un bus de la Ruta 1, si se le encontraba en la Colonia Guatemala, era la ruta 10 y en las cercanías del hospital para enfermos mentales, era un bus de la ruta 3. Precisamente en el entronque con la 29 calle oriente, “Carrito” metía la “segunda” y salía zumbado hasta parar en el semáforo de la fábrica de gaseosas Canada Dry, evitando así, estar mucho tiempo frente al  manicomio, tal vez por temor a que lo internaran. Tan “loco” no estaba “Carrito” para permitir que le robaran lo único que poseía: la libertad de ir y venir. Quién sabe si en algún momento de su vida, “Carrito” haya conocido el psiquiátrico por dentro, que más que clínica para enfermos mentales, parecía una cárcel correccional.

Mi padre me contó un día, allá por los ochenta – cuando la guerra revolucionaria estaba en sus albores y todavía tenía el carácter socialista –, que “Carrito” habría muerto en un accidente de tránsito. Al parecer no respetó la luz roja en uno de los semáforos de la ciudad capital y chocó contra un vehículo de verdad que viajaba a exceso de velocidad, según informaron las autoridades policiales. A lo mejor el pobre “Carrito” además era daltónico.

La verdad es que no sé realmente cuándo ni cómo murió, pero lo que sí sucedió, es que no se convirtió en chatarra humana como muchos otros que teniendo casa, comida y salud, se olvidan del que no tiene techo ni nada que comer y para colmo de males, está enfermo e indefenso.