sábado, 19 de octubre de 2013

El miracolo del peregrino Eduardo en Francoforte sul Meno

Cuento levemente erótico para adultos incrédulos


Cuentan los chismosos pobladores del Valle de las Brujas en los alrededores de la ciudad teutona de Friburgo de Brisgovia, que el peregrino Eduardo, después de haber recorrido las calles de la Europa contemporánea en fervoroso peregrinaje, y luego de fallidos intentos de persuasión y proselitismo religioso, tuvo que regresar a Santiago, pero no al de Compostela, donde la concha vieira común es el símbolo de la ciudad, sino al de Chile, donde felizmente también hay gran variedad de choritos, y es muy común encontrarlos y degustarlos en cualquier rincón oculto de la república. El aeropuerto de Francoforte sul Meno, moderno y elegante, más bien parecía un museo que una terminal aérea. En dichos lugares – los museos –, cuentan las malas lenguas, el culto beato sin mayor boato alcanzaba su máxima excitación…..visomotriz.

Mientras hacía fila a la espera de su turno, Eduardo disfrutaba visualmente de su entorno. Parecía meditar o reflexionar. Tenía los ojos focalizados en el soberbio monumento que tenía por delante y aunque sólo con un ojo podía ver al cien por ciento, ése le era suficiente para satisfacer sus deseos visuales, los más excelsos y los más perversos. El mencionado monumento no tenía nada de gótico, puesto que carecía de la filigrana característica de ese arte medieval, que tuvo su origen en algún lugar del norte de Francia. Definitivamente, la escultura que Eduardo tenía ante sí, por sus formas redondas y opulentas proporciones, era a todas luces un exorbitante monumento barroco. Aunque la escultura no era gótica, él no pudo evitar derramar varias goticas de secreción bucal al estilo Pavlov, reacción vegetativa que de hecho eran la prueba científica, irrefutable y repetible del reflejo condicionado somatosensórico ante la exposición de un estímulo escultural. No cabía la menor duda, a él le gustaban todos los monumentos,…. ¡los antiguos y los modernos!

La elegante y cuarentona dama vestía un sombrero tricornio que hacía juego con el ajustado traje heráldico azur, de amplio escote que resaltaba sus atribuciones musculares, tanto las de la vanguardia como las de la retaguardia. Los dos jóvenes rubios y de rostros angelicales que flanqueaban a la desconocida Doña a diestra y siniestra, parecían puttos extraídos del paraíso barroco de la Iglesia de San Pedro en la Selva Negra. Eduardo observó detenidamente el comportamiento de los “querubines” y no tuvo la menor duda: ambos eran efectivamente verdaderos putos. Como dos esculturas de estuco quedaron los guardianes celestiales, cuando la distinguida dama, sin querer queriendo, se tiró un violento y sonoro pedo al mejor estilo rococó tardío de la decadente nobleza europea del siglo XVIII. ¡Ni siquiera pestañaron los insensibles serafines!

¿Es pedo? o ¿La explosión del Villarrica? – se preguntó El Peregrino asustado. Sin dudarlo, expedito entabló conversación con la viajera, a bien de relajar el ambiente. Aunque la atmósfera continuó tensa – debido a la ventosidad expelida flotante en el aire y a la tediosa espera frente al mostrador de la línea aérea –, el tiempo “pasó” más rápido, pero no así el fétido olor a sulfuro de hidrógeno. Así fue como nuestro santo devoto se enteró al instante de cuatro cosas: 1) que la turista adolecía de flatulencias, 2) que su dieta diaria era rica en azufre 3) que padecía de logorrea[1] y 4) que resultó ser una coterránea amante de la naturaleza, tanto de la humana como de la muerta y como si esto fuera poco, adicta a las empanadas al horno cargaditas a la cebolla.

Así supo Eduardo – durante la amena tertulia a “calzón quitao” –, entre otras cosas, que el estrambótico sombrero simbolizaba en cierto modo los tres picos europeos que más le habían impresionado hasta el momento a la mujer cotorra: El Cervino o Matterhorn en Suiza, el Pico Maldito en España y el famoso Monte Blanco. Aunque la picarona le confesaría más tarde en jerigonza y lanzando un suspiro profundo – durante el vuelo – que los picos que más le gustaban eran los de América Latina, sobre todo el famoso pico chileno, conocido como Torres del Pene. Tan com-pene-trada estaba la Doña contando sus intimidades que ni siquiera se percató del “resbalón de lengua freudiano” que había cometido y que el circunspecto peregrino no se atrevió a corregir.

Absorto todavía por las aventuras de la despampanante y extrovertida compatriota, Eduardo llegó por fin al mostrador. La imagen de los inmensos glúteos mayores se había clavado en su centro visual cortical y solo con gran esfuerzo logró reprimir en varias ocasiones el impulso arcaico de posar sus dedos sobre ellos, así como se posan los tábanos chilotes en las enormes nalcas endémicas que cubren el islote chileno.

La voz gutural de una descendiente de las valquirias nibelungas, informándole a boca de jarro, que tenía sobre peso en el equipaje y que el exceso equivalía a la suma de 150 Euros, lo sacó violentamente de sus fantasías prohibidas. Ni las enormes nalcas chilotas ni las enormes nalgas chilensis fueron capaces de contener y sostener el sentimiento de sorpresa de Eduardo. Sacó su billetera y pensó en el apóstol Mateo, capítulo 14, versículo 13-21. ¿Cómo convertir 50 Euros en 200 o en 300? La contundente respuesta negativa de la empleada de la aerolínea impactó profundamente en el estado anímico del peregrino. Vanas fueron las explicaciones y argumentaciones. Así pues, desolado y triste, el peregrino Eduardo se alejó de la fila y se retiró a un rincón de la sala, dispuesto a aliviar el peso de su equipaje. A punto estaba de tirar unas bolsas con enseres domésticos al cesto de la basura, cuando sintió que alguien se acercaba por detrás y girando el cogote al máximo posible (110-115 grados), comprobó que la empleada de la línea aérea lo invitaba, con un halo de bondad y misericordia, a continuar el periplo con el equipaje original, compulsivamente organizado por la prolija hermana Herminia, abadesa de la Orden del Sacro Cataclismo Telúrico y no pudo evitar pensar en el profeta Isaías 58, 6-7 y Hebreos 13,3. Tal fue la sorpresa de Eduardo que por unos momentos cayó en la tentación de Santo Tomás, el apóstol, y dijo: hasta no ver no creer. 
Y solamente cuando se encontró en la sala de espera, después de haber pasado la aduana, Eduardo supo que su percepción no había sido una fata morgana. Los 42 y tantos kilos de equipaje, que dicho sea de paso, fueron los culpables de la posterior protrusión discal de la abnegada y devota Sor Herminia, se encontraban en esos precisos momentos en la inmensa barriga de una moderna ballena jonasiana 747-400 de Lufthansa sin haber pagado ni una sola chaucha. ¡Rechucha mi suerte!, quiso gritar el santo. ¿Qué chuchas pasó? Pero meditó un ratito y guardó silencio. El Peregrino se sintió agradecido, se tomó una foto y un vaso de agua natural San Pellegrino con una tajadita de limón y pensó en sus seres queridos, los creyentes y los infieles.

¿Qué motivo tuvo la empleada? ¿Tendrá algún tubo metido?– y pensó en el vibrador  que llevaba en su equipaje. ¿Cómo explicar lo ocurrido? ¿Un miracolo?

Solo la exégesis metafísica y la hermenéutica materialista explicarían a lo mejor de manera diametralmente opuesta, los sucesos ocurridos anno domini MMXIII en el aeropuerto de Francoforte sul Meno – se dijo. Eduardo tomó asiento en la clase económica y miró por la ventanilla. Atrás dejaba la vieja Europa, rejuvenecida en su mente por las nuevas experiencias somatosensoriales realizadas en las últimas semanas. Se marchaba fortalecido en cuerpo y espíritu.

¿Qué pesa más – filosofó – el cuerpo o el espíritu? ¿Habrá algún día una balanza románica o gótica que “pese” los sentimientos y pensamientos? ¿Habrá entonces un sobrecargo? ¿Seguirán siendo libres los pensamientos….de impuestos aduaneros?

Eduardo, El Peregrino, sabía y sentía que regresaba integralmente satisfecho y gozoso a su pago, sin haber realizado el pago del arancel. A lo mejor, el Ángel Arturo estaba con él…….



[1] Especie de diarrea verbal que si no se trata debidamente puede ocasionar serios problemas comunicacionales. 

martes, 8 de octubre de 2013

Una orquídea chalateca en la tumba de un guerrillero también heroico

Recordando a José Dimas Serrano el “Conejo William”, muerto en las faldas del volcán de San Salvador en 1989


Era abril de 1989 y un calor endemoniado envolvía la capital salvadoreña, pero afortunadamente, ellos estaban en la zona occidental del volcán de San Salvador, en cuyas faldas abundaba lo más variado de la flora y fauna salvadoreña. Ahí, bajo las sombras de los árboles de pepeto[1], aguacate y madrecacao, la escuadra de exploración guerrillera se encontraba al resguardo de las inclemencias del tiempo y supuestamente, de la vigilancia enemiga. Era una zona principalmente cafetalera y aunque también había árboles frutales, como los cítricos, la mayoría de las fincas, grandes y pequeñas, se había especializado desde finales del siglo XIX en el cultivo del café. En el beneficio de la finca El Jabalí se recolectaba los granos de café provenientes de Las Margaritas, Las Granadillas y otras fincas cafetaleras.

De acuerdo a la información de los insurgentes, en las cercanías del beneficio acampaba una unidad de rastreadores de un batallón de reacción inmediata. El beneficio de la finca El Jabalí era, después del beneficio de Chanmico, el centro agro-industrial más importante de la región. En las enormes pilas de agua se lavaba el café uva que llegaba diariamente al beneficio en carretas y camiones en los meses del corte[2]. El proceso de despulpado estaba a cargo de las aspas de madera que por obra y gracia de la máquina de vapor, cumplían con su importante función. Los volcanes de pulpa y mucílago eran el biotopo cientos de miles de insectos y millones de  bacterias.

Los zanates[3] volaban alegres de rama en rama, mientras los pijuyos[4] parloteaban cansinos en el suelo buscando lombrices de tierra y observando curiosamente a la columna de hombres que se desplazaba con cautela felina en la quebrada seca. A ambos lados de la pequeña cuenca se levantaban las faldas de los montes tupidos de bejucos y espeso follaje. Un guarumo[5] derribado por el viento yacía sobre el cauce de piedras de la vaguada a guisa de puente. Los cafetales en flor se mecían al compás de la brisa, mientras las arañas laboriosas tejían sus telarañas en lugares estratégicos para garantizar las emboscadas. El olor embriagante de la flora tropical, exótica y milenaria, tenía un efecto sedativo natural en el cerebro de los guerrilleros, así como el té de tilo. No había nada en el ambiente que implicara peligro alguno, más bien la diversidad de insectos y bichos raros inhibía en cierta medida el estado de alerta guerrillero. A pesar de los zumbidos de las abejas obreras, el aleteo de decenas de libélulas y el croar de las ranas cantoras, en el bosque húmedo reinaba un silencio embrujador. Era la armonía de la naturaleza interrumpida en esos instantes por los comandos guerrilleros. Un chupaflor[6] saltarín y asustado por la presencia guerrillera sacó repentinamente su puntiagudo pico de los pétalos abiertos de una rosa salvaje. El desnivel abrupto del terreno se transformaría en pocas semanas como por arte de magia, lo que en esos momentos era solo una pared rocosa, cuando comenzara la época de las lluvias,  en una hermosa cascada que embellecería aún más el paisaje. Los guerrilleros escalaron uno a uno la pendiente sin mucho esfuerzo. El pequeño pozo de agua insertado en la ladera colmó la sed de los exploradores y en pocos minutos el recipiente natural quedó vacío. Después de la obligada interrupción, los guerrilleros continuaron la marcha ascendente. El silencio reinó nuevamente. Muchos insectos volvieron a posarse sobre el verde musgo que bordeaba el pocito de agua. El ladrido de los chuchos[7] se escuchaba a lo lejos. La laguna de Chanmico, un milenario cráter volcánico, reposaba abajo en el valle y solamente el humo de la chimenea del ingenio se dejaba vislumbrar en la distancia.

La Comandancia General de la guerrilla había tomado la decisión de llevar la guerra a la ciudad de San Salvador, es decir, a la retaguardia estratégica enemiga. Y en este plan ofensivo militar, el volcán de San Salvador, la “guarida” del tigre oligárquico, jugaría un papel importante. Visto desde el lado de la capital, el complejo montañoso del volcán de San Salvador se había transformado con el correr de los años, en el hábitat por excelencia de la high society salvadoreña, que también formaba parte de la fauna del volcán de San Salvador. Allí, en las alturas era donde la oligarquía y la burguesía industrial salvadoreña se sentían más seguros.

La misión principal de la escuadra exploradora de las fuerzas especiales selectas, comandada por un experimentado jefe guerrillero chalateco, era únicamente la de reconocer el terreno. Tenían órdenes estrictas de evitar cualquier contacto con el enemigo. La influencia e importancia del cultivo del café en la zona implicaba para los guerrilleros más riesgos que ventajas, puesto que los campesinos y trabajadores del campo estaban directamente vinculados al proceso productivo y por lo tanto, más expuestos a la propaganda “anticomunista” del gobierno y más predispuestos a colaborar con el ejército salvadoreño. De este modo, la movilización en “terreno enemigo” era muy difícil y exigía de los guerrilleros más sigilo que en las montañas de Chalatenango o de Morazán. En estas circunstancias, los guerrilleros de las fuerzas especiales selectas no podían moverse como peces en el agua, puesto que en esos cafetales abundaban las pirañas carnívoras humanas.

El jefe de la escuadra de exploración decidió interrumpir la marcha y ordenó a los guerrilleros internarse en la montaña y descansar unas horas. Se quitó la boina negra y se dio con ella un par de golpes en el muslo derecho. Tan calada de sudor estaba la boina, que una mancha oscura quedó grabada en el pantalón de campaña. El cielo comenzó a oscurecerse. A lo lejos, el volcán de Izalco y el de Santa Ana, también conocido como Llamatepec, parecían tomarse de la mano. Abajo, el valle de Zapotitán y a un costado las ruinas de San Andrés, un sitio precolombino donde los historiadores suponen la capital de un cacicazgo maya. El cielo estaba claro y desanublado, señal de que la noche estaría colmada de estrellas. En el ambiente tropical del volcán se respiraba una mezcla de aire fresco con olor a café recién tostado y a humus viejo de bosque encantado. Los guerrilleros, considerándose fuera de peligro, hicieron un pequeño fogón. Tenían hambre y decidieron comer caliente.

– Ya vuelvo – dijo el jefe guerrillero colocándose la boina al estilo del Che, y se marchó con el fusil automático M-16 terciado sobre el pecho.

De pronto se escuchó una ráfaga de fusil y luego, un silencio sepulcral.

El jefe guerrillero no tuvo tiempo de defenderse. Una unidad militar antiguerrillera lo sorprendió en el momento en que se disponía a cortar unas hojas de loroco[8], con las que sazonaría la sopa de pollo con fideos Maggi que no alcanzó a disfrutar, porque ésta vez, la bala enemiga no le perdonó la vida como en Nueva Trinidad.

Allí, en algún lugar del volcán de San Salvador, quedó el cuerpo inerte de aquel valiente y experimentado jefe guerrillero. Cuentan los cortadores de café, que todas las tardes, antes que anochezca, llega una “guacalchía de altura[9]” al lugar luctuoso, volando desde las montañas chalatecas, trayendo en su piquito una orquídea salvaje para adornar la tumba inexistente de aquel guerrillero heroico.



[1] Inga vera
[2] Cosecha del café uva
[3] Pájaro ictérido, de plumaje negro con visos pavonados. La hembra es de color café.
[4] Ave salvadoreña del orden de las Cuculiformes, pequeña, de plumaje negro con visos azules en las alas. Su graznido se asemeja al vocablo pijuyo.
[5] Árbol artocárpeo cuyas hojas producen efectos tónicos sobre el corazón.
[6] Colibrí
[7] Perros
[8] Hierba silvestre comestible
[9] Campylorhynchus zonatus. Ave endémica de las montañas de Chalatenango (La Cañada)