sábado, 10 de septiembre de 2016

Font de l´Alcantara

Cuenta Aldebarán El Viejo[1] que cuando se encontró por primera vez con Don Domingo Antimilla en la fuente que suministraba de agua potable a todos los pueblerinos tuvo la corazonada o “tincada”, como decían “los hombres de la tierra” (Mapuche), que estaba frente a la presencia de un personaje enigmático. Inclinado sobre el manantial, el Mapuche no respondió al “mari, mari”, el saludo de los Mapuche y que en su lengua, el Mapudungun, significa el “hola”  castizo. 
La misma sensación tuve yo el día que encontré a Don Vicente Cantó en la fuente de Alcántara con sus vasijas de polietileno de cinco litros, cántaros modernos, abollados ya de tanto ir y venir a la vertiente de agua. No respondió el buen hombre a mi saludo, solamente giró la cabeza y me auscultó con sus negros ojos.
— ¿Cómo estamos? – insistí – tratando de romper la evidente capa de hielo que nos separaba, al menos verbalmente.   
      Pues aquí, recogiendo agua – respondió – y la oración silbó bajo los pinos como flecha disparada por un cacique apache en el desierto de Arizona.
      Parco y seco el señor – pensé– y precisé mi pregunta: ¿Cómo nos trata la vida?  
      Pues no me puedo quejar.  He  tenido suerte en la vida…
El hombre se explayó en su relato y los recuerdos de su infancia me parecieron como un tsunami, barriendo el Tafarmaig y los Altos del Xarquet de senderistas y escaladores modernos. Así que decidí colocar en el suelo mis bidones sedientos, pues la conversación se había transformado en una fuente inagotable de anécdotas y leyendas.  Los “antes y los despueses” se entrelazaban entre las cabras que comían en los áridos cerros y los días en que había que cortar la corteza de los pinos y venderla para  tener algo caliente que comer en el plato.
En los años en que los guiris[2] todavía no habían invadido la región, muchos sellardos, gentilicio  de los habitantes del pueblo de Sella, tuvieron que emigrar al extranjero. Vicente Cantó no tuvo que ir muy lejos para encontrar su “suerte” o Kismet como dicen los árabes en su idioma.  La encontró en Alicante, ciudad perteneciente al antiguo Al-Andalus, cuyo nombre se inspira, según la leyenda, en una historia de amor entre Cántara, la hija de un califa  y Ali, un joven musulmán.
Los Sellardos –comenté en passant– sois gente gallarda y recelosa con los extranjeros. Esparcí en el terreno de la conversación una de cal y otra de arena, arriesgándome a recibir una fuerte paliza como la que le dio Don Quijote a Sancho Panza cuando éste habló mal de Dulcinea. Incluso llegué a fantasear que podría ser ésta la última vez que traía mis cántaros polímeros a la fuente, y no habiendo una Dorotea que me protegiera, era natural que temiera lo peor, pues como dijo el Caballero de la Triste Figura: “Mira, Sancho, lo que hablas; porque tantas veces va el cantarillo a la fuente…, y no te digo más”. Pero como ya lo dijo el maestro Rupilius Techocachas: “Entre tu arte y mi arte, prefiero mi arte; nunca temáis a quien temió, pues hasta la muerte temió en el hoyo”. Así que me arriesgué. 
Sin embargo, mis temores eran infundados. El Sellardo no se dio por aludido y una vez terminada su conversación, complaciente, me invitó a compartir el agua de la fuente de Alcántara.
 —¡La próxima vegada parlarem en valencià ! –exclamé.
      ¡Mol be aixo! –respondió con una sonrisa que delató sus pensamientos.
Más clara, solo el agua tratada con lejía y salfumant.  La verdadera integración social comienza cuando se aprende la lengua de los nativos, a respetar su cultura y su idiosincrasia.
Me despedí de Don Vicente Cantó recitándole un verso de Martín Fierro: “Tiene el hombre que trabajar para ganarse su pan, pues la miseria en su afán de perseguir de mil modos, llama a la puerta de todos y entra en la del haragán”. La “suerte”– le dije–no cae del cielo. Hay que currársela.
—¡Salut i força al canut i que l'any que ve sigui més gros i més pelut! – exclamó.
      Aixi será – respondí. ¡Més gros i més pelut!




[2] Guiri: Turista extranjero