domingo, 18 de diciembre de 2011

Del origen de las especies depredadoras

Cuando los sabios, en cualquier época y en cualquier latitud, osan enfrentar el orden filosófico-teológico establecido, arriesgan hasta las uñas en el intento. Así le sucedió a Galileo Galilei, quien fuera condenado a prisión perpetua por el delito cometido de haber afirmado que la tierra y los demás cuerpos celestes de nuestra galaxia, giran alrededor del sol, salvándose así con ese benevolente veredicto, de morir asfixiado y chamuscado en la pira purificadora, porque a la sazón, el Santo Oficio estaba desarrollando nuevas y modernas formas de torturar a los herejes. La teoría heliocéntrica de Copérnico, defendida por Galileo, dio al traste con el modelo tolemaico, que sostenía que la tierra era el centro del universo.

Años más tarde, Carlos Darwin, influenciado por las ideas evolucionistas del biólogo francés Jean-Baptiste de Lamarck, propuso la teoría de la evolución de las especies, la reacción de la iglesia católica no se hizo esperar. Ésta vez, — ¡habían trascurrido más de tres siglos!— no hubo tribunal ni cárcel ni excomunión ni tortura física ni nada por el estilo. Aunque el delito cometido era gravísimo, ya que Darwin de un plumazo dio muerte a Adán, a Eva y a todas las dóciles, pacientes y despreocupadas bestias que poblaban el Jardín del Edén. La Santa Iglesia Apostólica y Romana se limitó a utilizar su influencia en el ámbito científico, para desprestigiar a Carlos Darwin y hacer de él, el hazmerreír en los círculos sociales y académicos. Poner en tela de juicio la explicación bíblica del origen del Hombre y los animales les pareció, más bien un chiste de mal gusto que una teoría científica. Desde entonces, ha transcurrido mucho tiempo y exceptuando fanáticos religiosos que habitan en los Estados Unidos de Norteamérica, la gran mayoría de los habitantes del planeta sabe que la obra maestra de Darwin, el Origen de las Especies, es decir la teoría de la evolución, dejó de ser teoría y además aceptan, sin avergonzarse, que el homo sapiens, desciende del mono. 

Quien sí dio de verdad un susto y un gran disgusto a la clase dominante y a la elite religiosa en esos años, fue un contemporáneo de Darwin, Carlos Marx. El filósofo alemán con melena de león africano hambriento, los hizo temblar de miedo cuando les contó el cuento del “fantasma rojo que recorría el mundo”, y a pesar que Sigmund Freud todavía era muy chavalillo como para psicoanalizarlos, no pudieron evitar, asociar libremente el relato de Marx con Le Petit Chaperon rouge et le Grand méchant loup y se afligieron más que los tres chanchitos. Más, cuando mencionó el asunto de la drogadicción teológica, la histeria colectiva cundió en el seno de la Iglesia. Moros y cristianos, lanzaron su grito al cielo y lo acusaron de blasfemo. Aunque algunos creyentes, adictos al extracto de semillas de adormidera, rechazaron la analogía botánica de Carlos Marx, alegando que la religión era, a lo sumo, el apio del pueblo, puesto que los efectos del alcaloide son más rápidos y eficientes. Luego, no contentos con haber aterrorizado a la burguesía y a la Iglesia —con lo del fantasma rojo—, ya que el consumo de opio era un privilegio de los ricachones y algunos prelados guatones, a Marx y a Engels se les ocurrió analizar científicamente el devenir y el porvenir de la sociedad. Hito que cambió radicalmente el curso de la historia universal.

A partir de ahí, el capitalismo se ha empeñado en cambiar su imagen. Por este motivo, los ideólogos y economistas apologetas de la economía de mercado se quiebran la cabeza tratando de encontrar nuevas y mejores formas de explotación. Desde la revolución industrial en Inglaterra hasta nuestros días, el capitalismo se ha ido transformando en apariencia. Tanto la máscara como el disfraz, pretenden ocultar la verdadera esencia del sistema. 

El capitalismo negro—por la importancia del carbón en la maquinaria— de finales del siglo XVIII y principios del XIX, fue el prototipo de las nuevas relaciones de producción, basadas en la propiedad privada de los medios de producción. Luego hizo su aparición hacia principios del siglo XX, el capitalismo rosa—por el rojo desteñido de la socialdemocracia—, como respuesta a la revolución bolchevique. A pesar que los proletarios estaban muy lejos de llevar una vie en rose, los logros de la humanización del capitalismo, contribuyeron a mejorar las condiciones salariales, labores y por ende, el nivel de vida de los asalariados. Luego esta especie de capitalismo “más humano”, hizo aguas en los años veinte y la crisis económica golpeó los centros principales de concentración de capital—Estados Unidos, Europa y Japón— y el capitalismo marrón—por el kaki de los uniformes y la caca de la ideología—, con Adolfo Hitler y Benito Mussolini a la vanguardia, puso a marchar a la clase obrera con paso de ganso y echó andar la noria de la industria militar y de este modo, el capitalismo marrón de estado, mató más obreros y campesinos que los dos especímenes anteriores. 

Dado que los recursos naturales se agotan y la tierra se vuelve cada vez menos habitable, el capitalismo ha decidido vestirse de verde. El capitalismo verde—por el color del dólar— se presenta en todos los foros del medio ambiente y Cumbres Internacionales sobre el cambio climático, como la solución ad hoc para el siglo XXI y como el salvador del mundo.

Por su parte, el capitalismo amarrillo—por el color de la piel de sus inventores—, también conocido como COMULISMO, hibrido de comunismo y capitalismo, hace de tripas corazón y está empecinado en conquistar el mercado mundial y dar el gran salto al comunismo, sin tomar en cuenta que los clásicos del marxismo-leninismo se retuercen en sus tumbas. 

Si aquellos políticos y economistas que intentan modificar, reformar o transformar la esencia del capitalismo, supieran un poco de genética, biología y marxismo, es decir, si pensaran como los dos grandes Carlos, comprenderían que es imposible resolver la contradicción fundamental del capitalismo con reformas o cruces político-económicos. El origen de todas las especies del capitalismo se encuentra en la información “genética”—propiedad privada del capital—almacenada en la médula espinal del capitalismo y en las condiciones histórico-sociales de desarrollo del mismo, basadas en la explotación de la fuerza de trabajo individual y colectivo, determinando así el carácter depredador de cualquier “fenotipo” de capitalismo. 

Roberto Herrera       18.12.2011

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