En efecto, si echamos un vistazo
al primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre,
vamos a constatar que no todos los seres humanos nacemos libres e iguales en
dignidad y derechos en la economía de libre mercado, y que aún, dotados como estamos
del uso de razón y del conocimiento reflexivo del mundo que nos rodea, no nos comportamos
fraternalmente los unos con los otros.
Y así sucesivamente podríamos ir
desmenuzando la Declaración Universal en sus treinta partes y analizando minuciosamente
cada una de ellas, hasta llegar al último artículo y constatar tristemente que en
la práctica, el irrespeto a los Derechos del Hombre es regla general.
Quienes ostentan el poder en
nuestra sociedad, tanto en tiempos de guerra como de paz, violan sistemática y descaradamente
la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada en Paris el 10 de
diciembre de 1948, con todos los países a favor, excepto la U.R.S.S y el bloque
socialista europeo, Sudáfrica y Arabia Saudí, que se abstuvieron.
La historia de la violación de
los derechos humanos en América Latina es tan larga como la carretera
Panamericana que recorre el continente de norte a sur. En el “boulevard de la
fama” de las dictaduras militares y gobiernos antipopulares latinoamericanos
están estampadas las “huellas dactilares” de los sátrapas más despiadados del Nuevo
Mundo, así como el rastro criminal de miles de anónimos cómplices– militares y
civiles –, y de sádicos verdugos con capucha.
La estrategia contrarrevolucionaria
político-militar norteamericana del
garrote, aplicada con todo éxito en Latinoamérica, ha requerido siempre del
apoyo incondicional de las Fuerzas Armadas, de los partidos políticos de
centro-derecha, como la democracia-cristiana y de la venia del Vaticano para
golpear al pueblo con la cachiporra, sin tener mala conciencia después de un golpe
de estado. Mientras que para aplicar el método de la zanahoria, el Departamento de Estado recurre tanto a los
arriba mencionados, así como a la socialdemocracia y a la izquierda “moderada”.
Es un dicho conocido en la pampa argentina que "para montar a un caballo, hay que sobarle primero el lomo"
y precisamente esto es lo que persigue la táctica de la zanahoria.
La dictadura militar fascista es
precisamente la expresión más radical y más violenta que tiene el capitalismo
para expresar el poder de la clase social dominante sobre la clase trabajadora
en una sociedad determinada. El neoliberalismo en tanto corriente
político-económica capitalista, utiliza medios macroeconómicos e instrumentos
tecnocráticos para establecer un orden económico que garantice el desarrollo de
las relaciones sociales de producción capitalista, el dominio de la clase
dominante y sobre todo, el aumento de la riqueza de unos pocos tunantes y la
pobreza de las grandes mayorías. Desde que la economía de libre mercado se
impuso como el modelo económico dominante en el planeta, tanto el Estado, la
clase política, así como las ciencias económicas, han desarrollado diversas matrices
económicas, con el fin de resolver las diferencias socio-económicas derivadas
de la contradicción fundamental – capital-trabajo – en el capitalismo. Pero ni la
versión más humana del Capitalismo es compatible ni siquiera con la versión más
simple de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Así sucedió en la República de
Chile después del período de “guerra contra el pueblo allendista”, donde la
dictadura militar del general Pinochet violó, entre el 11 de septiembre de 1973
hasta el 11 de marzo de 1990, bestialmente los derechos humanos más elementales
de la sociedad chilena con la meticulosidad y frialdad de las hordas
hitlerianas. Una vez cumplida la misión de aniquilar la Unidad Popular y de imponer
por la fuerza de las armas el nuevo orden político por vía constitucional, el
régimen militar fascista – a regañadientes – se vio obligado a aceptar las
reglas de la democracia parlamentaria.
En 1990, con el Presidente
electo, Patricio Aylwin Azócar, se azocaron bien los nudos y las ataduras del
nuevo período en la sociedad chilena conocido como la Transición a la Democracia, en el cual la alegría, la concordia y la
fraternidad serían los condimentos emocionales que sazonarían el capitalismo
neoliberal impuesto durante la dictadura militar pinochetista.
No es mi intención aquí negar los
éxitos relativos de la democratización política chilena logrados por los
gobiernos de la Concertación por la Democracia. Pero es importante señalar que
los problemas fundamentales de la sociedad chilena, como es la cuestión de la
justicia en materia de derechos humanos durante la dictadura militar, la
Constitución Política pinochetista, el problema mapuche, el sistema binominal
electoral y la desigualdad socio-económica, no han sido resueltos hasta la
fecha.
Tanto la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, conocida comúnmente
como Comisión Rettig, como la Comisión
Nacional sobre Prisión Política y Tortura, Comisión Valech, fueron los
organismos oficiales encargados de esclarecer uno de los capítulos más tristes
y nefastos de la historia contemporánea de ese país austral.
Estos organismos determinaron
respectivamente en sus informes finales (Comisión Rettig 1991 y Comisión Valech
2011) que durante ese período de guerra declarada contra el pueblo trabajador
chileno, se cometieron 2296 casos calificados de violación de DDHH y un total
de 40.018 víctimas que sufrieron prisión y tortura física.
La Reconciliación Nacional, es decir la zanahoria moral, tenía un sabor a tabula rasa en las voces de los representantes de la burguesía
chilena y sus edecanes políticos. Era preciso olvidar lo antes posible los “tiempos turbulentos” del pasado – léase lucha
de clases – y perdonar a quienes le sacaron
las contumelias al pueblo; y aquellos pobres diablos, que no querían
olvidar ni perdonar y además sostenían una posición crítica frente a la política
reconciliadora de la Concertación de
partidos por la Democracia, fueron calificados de extremistas, anacrónicos,
rencorosos y locos.
Sirva como ejemplo la lucha
inclaudicable de las “locas de la Plaza de Mayo” en Buenos Aires.
No fueron pocos los que creyeron
en los cantos de sirena de los paladines del perdón y la absolución. Y los que
cometieron los pecados, es decir los victimarios, jamás se arrepintieron de sus
crímenes, mientras que muchas víctimas, en señal de perdón absoluto, dejaron
ellas mismas de sentirse víctimas de la dictadura. Lamentablemente, éstas se
tragaron el tallo y la raíz de la verdura en cuestión.
La República de Chile es hoy un Estado de Derecho, regido
por un sistema de leyes e instituciones ordenado en torno a una constitución
política vigente, concebida y aprobada por la dictadura militar del general
Pinochet en 1980. Esto significa, que cualquier medida o acción que se tome en
contra de algún ciudadano implicado en delitos de lesa humanidad, debe estar
sujeta o ser referida a normas constitucionales, que en la práctica dificultan
el ejercicio pleno de los derechos más fundamentales de los ciudadanos. El
mejor ejemplo de lo que aquí se afirma, es el decreto de ley 2191 (ley de
amnistía) dictado por la Junta Militar de Gobierno en 1978.
Que el Estado chileno reconozca
oficialmente a nivel general que hubo víctimas de prisión y tortura durante el período
comprendido entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1990, como
consta en los respectivos informes de las dos comisiones señaladas, no
constituye prueba alguna desde el punto de vista jurídico para condenar a un
sujeto en particular, por la violación de los derechos humanos, puesto que esta
potestad es función privativa de los
Tribunales de Justicia de acuerdo a los artículos 76 y 77 de la Constitución
Política. Son ellos – los jueces – los encargados de establecer la existencia
del hecho concreto y la identidad del responsable o de los responsables. Dichos
informes fueron más bien elaborados para tener un antecedente histórico para la
discusión pública y para aliviar la pena de un pueblo vilipendiado.
Es decir, que en estos laberintos
jurídicos bien hilvanados por la dictadura militar pinochetista, un juez cualquiera,
actuando de buena fe y haciendo las de Fuente Ovejuna diría:…A
Villa Grimaldi fui hacer mis averiguaciones para establecer las pruebas del
cometido delito. Cincuenta y cinco militares he interrogado con la maestría de Baltazar
Garzón y creed lo que os digo, todos en coro han respondido que “Villa
Grimaldi” ha sido. Y os prometo que hasta el más raso y rasca de los milicos no
tuvo a bien ni con halagos ni promesas señalar al presunto denunciado. Y pues
que tan mal se acomoda el poder averiguarlo o lo perdonamos o condenamos a la
Villa Grimaldi toda…
Y no voy a repetir aquí la
sentencia del Rey Fernando de Aragón, pues ya supondrá el avezado lector que el
acusado fue absuelto y Fuente Ovejuna siguió siendo una.
De los dolores crónicos de rabadilla
del anónimo denunciante, causados por los “malos tratos” en la silla y en la parrilla de la Villa, nadie quiso hablar. El respetable señor
juez hizo mutis por el foro argumentando la falta de precisión concluyente de
los informes médicos y que todo le parecía ambiguo y tomando en cuenta que el ex paco negó haber estado en el
compartimento estanco contiguo donde se aplicó tortura, el honorable juez para
terminar de cocer el sancocho jurídico, se sacó de la toga magistral el
artículo 488 del código penal y en virtud de su oficio público, absolvió al
impúdico ex paco del delito ya
relatado ante ese tribunal el día treinta y uno de diciembre de dos mil doce.
Lo aquí relatado podría parecer
ficción o salido de la fantasía del escritor, no es así. Esa es la pura verdad.
Por el contrario, creer que la justicia es ciega, desambigua y que la espada
que cuelga de su mano derecha corta sin ver a quién, eso sí es una quimera.
En virtud del decreto de ley 2191
(Ley de Amnistía) de 1978 dictado por la Junta Militar presidida por Pinochet,
los crímenes de lesa humanidad cometidos en Chile durante el período de
gobierno militar entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1990 siguen
impunes. Ha transcurrido casi un cuarto de siglo y la ley de amnistía no ha
sido derogada por ningún gobierno de la
Concertación de Partidos de la Democracia y aunque hubo intentos de
derogación o anulación, éstos nunca llegaron a concretarse debido a los
vericuetos y andamiajes constitucionales. El artículo 65 de la Constitución
Política, que estipula que las leyes sobre amnistía y sobre indultos generales
sólo pueden tener origen en el Senado, frenó abruptamente esos laudables intentos.
Esperar que la derecha chilena inicie o apruebe en el senado tales proyectos es
como pedirle peras al olmo.
Para finalizar esta nota, quiero
recordar un verso de Don José Hernández, puesto en la voz del Moreno, aquel
payador criollo que a la pregunta de Martín Fierro en relación al concepto de
ley, le contesta a su modo: “…La ley es tela de araña – en mi inorancia
lo explico –. No la tema el hombre rico; nunca la tema el que mande; pues la
ruempe el bicho grande y sólo enrieda a los chicos…”
Cuando la Constitución Política y
las leyes las impone el Capital, no se olvide nunca compañero, que no es para defender
al pueblo. La República de Chile necesita una nueva Constitución Política
democrática y popular. Sólo entonces, pienso yo, habrá justicia para todos.
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