A bote pronto, Jorge Mario Bergoglio
tiene pinta de ser un hombre vigoroso, simpático y con buen humor, además de
ser mediático y comunicativo, con lo cual, reuniría las condiciones mínimas para
promocionar un producto viejo y venderlo como nuevo. Joseph Ratzinger, por el
contrario, en sus presentaciones en público aparentaba ser una persona
estresada, triste y cansina, a quien la risa le era ajena, al menos de cara al
rebaño de ovejas. Parecía una versión moderna del monje español Jorge de Burgos
en la novela de Umberto Eco, “En nombre de la Rosa”, para quien la facultad de
reírse era pecado capital y quien, en lugar de irradiar calor y comprensión por
la naturaleza humana, optó por incinerar toda la obra científica que explicaba
el origen no divino del ser humano.
El Papa Francisco tiene a todas
luces más “cancha” con la “hinchada” católica que su antecesor. Pero no nos
equivoquemos, Jorge Mario Bergoglio nunca fue un Camilo Torres ni mucho menos un
Monseñor Oscar Arnulfo Romero. Yo diría más bien que el nuevo Sumo Pontífice
juega en el mismo equipo de Joseph Ratzinger. Ambos son defensores centrales de
un equipo teológico añejo que aún mantiene la táctica del cerrojo – el catenaccio italiano –, cuya misión es la
de mantener – a toda costa – el liderazgo de la Iglesia Católica en la liga de
campeones del cristianismo mundial. Jorge Mario Bergoglio y Joseph Ratzinger
son más parecidos que diferentes. Aunque Robert Zollitsch, el arzobispo de la
ciudad alemana de Friburgo en Brisgovia y presidente de la Conferencia
Episcopal Alemana, definiendo al nuevo Papa Francisco como un “hombre práctico”,
se afana en marcar una sutil diferencia entre el Papa emérito, teórico y
académico, y el Papa argentino, más campechano y menos colegial. Pero del
comentario del prelado superior de la diócesis de Friburgo no debe inferirse ni
la debilidad teórica del nuevo jefe de la Iglesia Católica ni la falta de
experiencia práctica de Joseph Ratzinger.
Probablemente sólo se diferencian
en la forma de comunicar el evangelio, la teología dogmática y la teología
fundamental. El mensaje pastoral de Joseph Ratzinger, con su estilo catedrático
y lenguaje científico no está dirigido a las grandes mayorías populares
cristianas, sino que a un círculo de iluminados integrado en su mayoría por
teólogos, filósofos y académicos. El Jesús de Nazaret de Joseph Ratzinger no es
el hombre histórico, sino el Mesías, el hijo de Dios, es decir, el Cristo de la
tradición eclesial, el Jesús que nunca se metió en política. Por el contrario, para
los teólogos de la liberación, aquellos “curas rebeldes” latinoamericanos que
recibieron el azote teológico de Ratzinger en su calidad de prefecto de la
Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el Jesús histórico es el
revolucionario, es el hijo de Dios convertido en hombre, aquel que subió a la montaña
y junto a sus discípulos arengó a la multitud allí reunida y tomó abiertamente partido
por los pobres, por los hambrientos y sedientos de justicia. El sermón de la
montaña representaría, desde esta perspectiva histórica, el manifiesto comunista,
revolucionario y redentor de Jesús de Nazaret.
En América Latina vive la mitad
de los más de mil millones de católicos que hay repartidos en el mundo, la
mayoría de ellos en el Brasil. Jorge Mario Bergoglio conoce muy bien la
idiosincrasia del católico latinoamericano y la injusticia socio-económica en
que vive la mayoría de los hijos de Dios en la tierra. La experiencia revolucionaria
de los últimos años en Latinoamérica no ha pasado desapercibida por el
Vaticano. La curia está informada del resurgimiento de movimientos sociales
populares independientes y de la consolidación de gobiernos populares de nuevo
tipo elegidos democráticamente que no niegan por decreto la existencia de Dios
y que por el contrario, afirman su vocación cristiana. A esto se une el desgaste
político de partidos con trasfondo religioso como la democracia-cristiana y el
movimiento social cristiano, que tuvieron su auge e importancia en América
Latina en los años sesenta y setenta del siglo pasado y que actuaron como
sedantes ideológicos en la lucha de clases. Un tácito ejemplo es la
participación de la democracia-cristiana chilena en el golpe militar contra
Salvador Allende. “La revolución en libertad” fue una bandera proselitista levantada
por la democracia-cristiana latinoamericana como antítesis de la revolución
socialista cubana.
Los procesos sociales que se están
llevando a cabo en los últimos años en Latinoamérica y en especial en Ecuador,
Bolivia y Venezuela, donde los “adecos”
y “copeyanos”[1] perdieron la hegemonía
política, confirman lo que Joseph Ratzinger analizó en profundidad en su
momento. Por esta razón, censuró severamente a los teólogos de la liberación
que predicaban que la salvación cristiana no podía consumarse sin la redención económica,
política, social e ideológica del hombre. Joseph Ratzinger advirtió siempre que
la unión entre la exégesis de la teología de la liberación y el marxismo es en
el “Tercer Mundo” una mezcla altamente explosiva y peligrosa. Y no se equivocó
el entonces Cardenal Ratzinger con su análisis dialéctico. El jesuita Jorge
Mario Bergoglio compartió el pensamiento de Ratzinger y en consecuencia,
también reprobó y criticó a los “curas comunistas”. El caso de los jesuitas
perseguidos durante la dictadura de Videla, a quienes Bergoglio negara
protección, evidencia su posición con respecto a los “curas marxistas”.
La lucha de clases es de manera sucinta la contradicción entre capital y trabajo, o expresado de manera cristiana,
entre ricos y pobres. La Iglesia Católica Apostólica y Romana a lo largo de los
siglos hasta nuestros días ha ocupado siempre un lugar privilegiado en la cabecera
de la mesa de los reyes, emperadores y gobernantes con el agravante de haber defendido siempre, con la cruz y el rosario, los intereses económicos de los poderosos.
¿Por qué tendría que ser distinto
en el siglo XXI?
Porque la Iglesia Católica de hoy
es un barco que hace aguas por todos lados y los problemas que afronta son muy
diferentes a los del pasado. Porque la rigidez granítica de su catequesis le
impide reaccionar con rapidez y de manera adecuada a las exigencias del vertiginoso
mundo moderno. Porque el pueblo creyente ha ido perdiendo la fe en la institución
“Iglesia” y muchos de los feligreses buscan alternativas espirituales en su
comunión con Dios en otras comunidades religiosas. Porque la gente pobre y sin
recursos, tarde o temprano llega a la conclusión de que no solamente de la
palabra del Señor vive el hombre. Porque los escándalos sexuales, los casos de
pedofilia y la corrupción en la curia han erosionado gravemente la ética-moral y
la credibilidad de la Iglesia Católica. Y por último, porque allí están las
revoluciones sociales en Latinoamérica avanzando con viento en popa y a toda
vela, resolviendo los problemas existenciales de las grandes mayorías populares,
dándole pan, casa, salud y escuela al que no tiene, pero no por misericordia,
sino porque es el legítimo derecho del pueblo.
Y es aquí, en la segunda mitad
del partido, donde el Papa Francisco entra a sustituir a su compañero de
equipo, el alemán de Baviera. Todo parece indicar que el Vaticano, con la
elección del Cardenal argentino, pretende enfrentar la crisis estructural de la
Iglesia, revertir el proceso de enajenación espiritual que experimentan las
sociedades de los países altamente desarrollados y contrarrestar la lucha de
clases en los países del tercer mundo.
El tiempo dirá, sí el Papa
Francisco fue la mejor baza del Vaticano pa’conciliar a pobres y a ricos.
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