sábado, 1 de junio de 2013

La pax americana o todo lo que el imperialismo norteamericano emprende para desplumar la paloma de la paz en América Latina

La doctrina Monroe o la soberbia de un imperio
Primera parte

Para el quinto presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, James Monroe, las fronteras de su país comenzaban en el estrecho de Bering y se extendían hasta la tierra del fuego en Chile y Argentina. Entre el Rio Grande y la Patagonia existían, en el mejor de los casos, futuras colonias bajo el pendón de las barras y las estrellas o cuanto más, el “patio trasero” de los Estados Unidos.

La doctrina Monroe continua siendo – en esencia – el motor principal de la política internacional de los Estados Unidos en su relación con América Latina, la cual está tan enraizada en la conciencia de los ciudadanos norteamericanos, que creen que la injerencia político-militar de su gobierno en otras naciones del orbe, es para el bien de la humanidad, para el desarrollo de los pueblos y en aras de la democracia y la libertad.

El 2 de diciembre de 1823, James Monroe proclamó la quintaesencia de su doctrina frente al Congreso de los Estados Unidos : “Nuestra actitud con respecto a Europa, que se adoptó en una etapa temprana de las guerras que por tanto tiempo han agitado esa parte del globo, se mantiene sin embargo la misma, cual es la de no interferir en los asuntos internos de ninguna de esas potencias; considerar el gobierno de facto como el gobierno legítimo para nosotros; cultivar con él relaciones amistosas, y preservar esas relaciones con una política franca, firme y varonil, satisfaciendo siempre las justas demandas de cualquier potencia, pero no sometiéndose a injurias de ninguna. Pero con respecto a estos continentes, las circunstancias son eminente y conspicuamente diferentes. Es imposible que las potencias aliadas extiendan su sistema político a cualquier porción de alguno de estos continentes sin hacer peligrar nuestra paz y felicidad; y nadie puede creer que nuestros hermanos del Sur, dejados solos, lo adoptaran por voluntad propia. Es igualmente imposible, por consiguiente, que contemplemos una interposición así en cualquier forma con indiferencia. Si contemplamos la fuerza comparativa y los recursos de España y de esos nuevos Gobiernos, y la distancia entre ellos, debe ser obvio que ella nunca los podrá someter. Sigue siendo la verdadera política de los Estados Unidos dejar a las partes solas, esperando que otras potencias sigan el mismo curso...”

La doctrina Monroe implica dos axiomas:
1)      El principio de autodefensa
2)      El principio de la autodeterminación.
James Monroe supuso de manera soberbia, que las antiguas colonias españolas asumían como propia su doctrina, considerándose él mismo o su gobierno, el protector e interlocutor legítimo de las repúblicas independientes en América Latina y el Caribe. Pero en lugar de darles verdadera protección a los mestizos y a la población indígena de Hispanoamérica el gobierno de los Estados Unidos estimuló – con el ejemplo de los pioneros europeos en Norteamérica – su explotación y exterminio. Ni siquiera supo proteger a la población indígena de su propio país, que fue víctima de la política de expansión del gobierno Yanqui. De esta manera, los pueblos originarios, como los Sioux, Cheyenes, Cherokees, Apaches, Irokeses y muchos otros más, fueron expulsados de sus territorios, discriminados, masacrados y asesinados, y los que sobrevivieron este genocidio, fueron recluidos en reservas indígenas. ¿Quién defendió a estos pueblos del exterminio masivo? ¿Qué nación europea se atrevió a impedir el genocidio? Si fueron colonos europeos los que con engaño, hurto y violencia explotaron y vilipendiaron a las grandes mayorías étnicas, muchas veces con el aval de los correspondientes gobiernos.

“Has lo que yo digo, pero no lo que yo hago”, parece ser la filosofía del gobierno de los Estados Unidos. Quien se erige como juez del mundo, blande mentalmente desde ya la espada de Iustitia, la diosa romana.
Los diferentes gobiernos estadounidenses a lo largo de los siglos diecinueve y veinte han demostrado llanamente que la aspiración al poder mundial – Teoría – y la dedicación por lograrlo – Práctica –, son las dos caras de la moneda imperial. Los Estados Unidos lograron su propósito imperial después de la segunda guerra mundial convirtiéndose en una nación más poderosa que el imperio romano de Julio Galius César y el Emperador Augusto [Octaviano], que comprendió un territorio habitado por más de 50 millones de mujeres, hombre, ancianos y niños, y que se extendió desde el actual Irak hasta las islas británicas. Nunca antes en la historia universal existió un imperio más poderoso que los Estados Unidos de Norteamérica.

Y así, con bombos y platillos, a la manera imperial, anunció Harry S. Truman la política internacional norteamericana de la posguerra ante las dos cámaras del Congreso de los Estados Unidos el 12 de marzo de 1947: “En la presente etapa de la historia mundial casi todas las naciones deben elegir entre modos alternativos de vida. Con mucha frecuencia, la decisión no suele ser libre. En varios países del mundo, recientemente, se han implantado por la fuerza regímenes totalitarios, contra la voluntad popular. El gobierno de los Estados Unidos ha levantado frecuentes protestas contra las coacciones y las intimidaciones realizadas en Polonia, Rumanía y Bulgaria, violando el acuerdo de Yalta. Debo afirmar también que en otros países han ocurrido hechos semejantes. Uno de dichos modos de vida se basa en la voluntad de la mayoría y se distingue por la existencia de instituciones libres, un gobierno representativo, elecciones limpias, garantías a la libertad individual, libertad de palabra y religión y el derecho a vivir sin opresión política.
El otro se basa en la voluntad de una minoría impuesta mediante la fuerza a la mayoría. Descansa en el terror y la opresión, en una prensa y radio controladas, en elecciones fraudulentas y en la supresión de las libertades individuales. Creo que la política de los Estados Unidos debe ayudar a los pueblos que luchan contra las minorías armadas o contra las presiones exteriores que intentan sojuzgarlos. Creo que debemos ayudar a los pueblos libres a cumplir sus propios destinos de la forma que ellos mismos decidan. Creo que nuestra ayuda debe ser principalmente económica y financiera, que es esencial para la estabilidad económica y política. El mundo no es estático y el statu quo no es sagrado. Pero no podemos permitir cambios en el statu quo que violen la Carta de las Naciones Unidas por métodos como la coacción o subterfugios como la infiltración política. Ayudando a las naciones libres e independientes a conservar su independencia, Estados Unidos habrá de poner en práctica los principios de la Carta de las Naciones Unidas.”

La Doctrina-Truman estaba dirigida en primera instancia a contrarrestar el “peligro de la revolución comunista mundial” y constituyó la piedra de toque de la guerra fría. En cierta medida, la doctrina de Truman puede considerarse como la adaptación de la doctrina Monroe a la nueva coyuntura política mundial. El mundo después de la segunda guerra mundial se convirtió en bipolar. Para Truman la Unión Soviética representaba sin discusión alguna el “reino del mal”, lo cual infería que los Estados Unidos eran por conclusión, el paraíso terrenal.

En este contexto internacional, la administración Truman desarrolló a partir de 1947 un nuevo concepto estratégico de Seguridad Nacional. La ley del 26 de Julio 1947, conocida como National Security Act, tiene una importancia histórica posguerra, puesto que representa la base jurídica del poderío militar de los Estados Unidos en el mundo entero. Esta ley dictaminó la creación del ministerio de defensa, de la Fuerza Aérea, del Consejo de Seguridad Nacional y de la Central de Inteligencia.

Las interpretaciones del concepto Estratégico de Seguridad Nacional varían un poco en dependencia del presidente de turno y la coyuntura política internacional. La doctrina que cobró popularidad e importancia por su carácter abiertamente imperial es la conocida como “doctrina Bush”, elaborada a raíz del ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001 contra las torres gemelas en Nueva York. El concepto de Estrategia de Seguridad Nacional hecho público por el mismo presidente George W. Bush el 17 de septiembre del 2002, decía lo siguiente en el capítulo dedicado a la transformación de las instituciones de seguridad nacional de Norteamérica para enfrentar los retos y oportunidades del Siglo XXI: “…La presencia de fuerzas norteamericanas en el extranjero es uno de los símbolos más profundos del compromiso estadounidense con nuestros aliados y amigos. Mediante nuestra voluntad de usar la fuerza en nuestra propia defensa y en defensa de otros, Estados Unidos demuestra su determinación de mantener un equilibrio del poder que favorece la libertad. Para bregar con la incertidumbre y enfrentar los muchos retos de seguridad que encaramos, Estados Unidos necesitará bases y estaciones dentro y más allá de Europa Occidental y el nordeste de Asia, como así también arreglos de acceso temporal para el despliegue de las fuerzas de Estados Unidos a gran distancia.”

¡Dadme una base militar, para que pueda intervenir y devastaré la tierra! Así sonó el grito de guerra de Bush en aquellos días. La injerencia militar los Estados Unidos en los asuntos internos de otras naciones  ha seguido siempre el mismo patrón: 1) Protección a los ciudadanos norteamericanos, 2) La defensa de los intereses norteamericanos en el respectivo país, 3) Conservación de la democracia, 4) Captura – vivo o muerto – del bandido de turno.

Tanto la pax americana, como la pax trumanica, así como la pax bushica han provocado más guerras – abiertas o encubiertas – en el mundo que cualquier otro imperio anterior. Todo lo contrario a lo que ocurrió durante la pax augusta – si se confía en los libros de historia universal –, período en que al parecer a partir del año 27 AC hasta el 14 DC se logró durante 200 años paz, estabilidad, seguridad y bienestar de la comunidad de pueblos que habitaban en el imperio romano. El imperialismo norteamericano, por su parte, ha constatado motu proprio y manu militari, algo que Marx, Engels, Lenin y muchos otros filósofos ya sabían, ciertamente que: La paz de un imperio significa siempre, independientemente del grado de “bondad” y del “sentido de justicia” del emperador, el sometimiento militar de los pueblos y la voluntad intrínseca de expansión y ocupación de otros territorios.

Las diferentes doctrinas están siempre en función de intereses ideológicos, político-militares, comerciales y culturales de la nación poderosa. Imperios sin guerras nunca han existido ni existirán.
La guerra es un negocio redondo para el gran capital industrial y financiero, con un margen elevado de ganancia, sobre todo, si se consideran las tres dimensiones del fenómeno llamado guerra: Preparación, Ejecución y Prevención. La guerra es un producto que algunas veces se envuelve con papel celofán ideológico o geopolítico, otras veces, las represalias militares se envuelven en papel regalo.

La dialéctica de las guerras imperiales favorece a la industria del armamento y a la industria de la construcción. La guerra significa armas y destrucción, y la paz, construcción y rearme. Según el Instituto de Investigación de la paz en Estocolmo (SIPRI, siglas en inglés), de 100 compañías vinculadas con la producción y comercio de armamento, 46 son empresas norteamericanas con un volumen de ventas en el año 2000 de más de 96 mil millones de dólares americanos.

En el presente la doctrina Monroe ya no existe en su forma antigua. Su lugar lo ocupó la doctrina Truman. Pero la pax trumanica ha resultado ser una pax traumática, especialmente en América Latina y después del 11 de septiembre del 2001, también en los países árabes o musulmanes.


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