La doctrina Monroe o la soberbia de un imperio
Primera parte
Para el quinto presidente de los
Estados Unidos de Norteamérica, James Monroe, las fronteras de su país
comenzaban en el estrecho de Bering y se extendían hasta la tierra del fuego en
Chile y Argentina. Entre el Rio Grande y la Patagonia existían, en el mejor de
los casos, futuras colonias bajo el pendón de las barras y las estrellas o cuanto
más, el “patio trasero” de los Estados Unidos.
La doctrina Monroe continua
siendo – en esencia – el motor principal de la política internacional de los Estados
Unidos en su relación con América Latina, la cual está tan enraizada en la
conciencia de los ciudadanos norteamericanos, que creen que la injerencia
político-militar de su gobierno en otras naciones del orbe, es para el bien de
la humanidad, para el desarrollo de los pueblos y en aras de la democracia y la
libertad.
El 2 de diciembre de 1823, James
Monroe proclamó la quintaesencia de su doctrina frente al Congreso de los
Estados Unidos : “Nuestra actitud con
respecto a Europa, que se adoptó en una etapa temprana de las guerras que por
tanto tiempo han agitado esa parte del globo, se mantiene sin embargo la misma,
cual es la de no interferir en los asuntos internos de ninguna de esas
potencias; considerar el gobierno de facto como el gobierno legítimo para
nosotros; cultivar con él relaciones amistosas, y preservar esas relaciones con
una política franca, firme y varonil, satisfaciendo siempre las justas demandas
de cualquier potencia, pero no sometiéndose a injurias de ninguna. Pero con
respecto a estos continentes, las circunstancias son eminente y conspicuamente
diferentes. Es imposible que las potencias aliadas extiendan su sistema
político a cualquier porción de alguno de estos continentes sin hacer peligrar
nuestra paz y felicidad; y nadie puede creer que nuestros hermanos del Sur,
dejados solos, lo adoptaran por voluntad propia. Es igualmente imposible, por
consiguiente, que contemplemos una interposición así en cualquier forma con
indiferencia. Si contemplamos la fuerza comparativa y los recursos de España y
de esos nuevos Gobiernos, y la distancia entre ellos, debe ser obvio que ella
nunca los podrá someter. Sigue siendo la verdadera política de los Estados
Unidos dejar a las partes solas, esperando que otras potencias sigan el mismo
curso...”
La doctrina Monroe implica dos
axiomas:
1)
El principio de autodefensa
2)
El principio de la autodeterminación.
James Monroe supuso de manera
soberbia, que las antiguas colonias españolas asumían como propia su doctrina,
considerándose él mismo o su gobierno, el protector e interlocutor legítimo de
las repúblicas independientes en América Latina y el Caribe. Pero en lugar de
darles verdadera protección a los mestizos y a la población indígena de
Hispanoamérica el gobierno de los Estados Unidos estimuló – con el ejemplo de
los pioneros europeos en Norteamérica – su explotación y exterminio. Ni
siquiera supo proteger a la población indígena de su propio país, que fue
víctima de la política de expansión del gobierno Yanqui. De esta manera, los pueblos originarios, como los Sioux,
Cheyenes, Cherokees, Apaches, Irokeses y muchos otros más, fueron expulsados de
sus territorios, discriminados, masacrados y asesinados, y los que
sobrevivieron este genocidio, fueron recluidos en reservas indígenas. ¿Quién
defendió a estos pueblos del exterminio masivo? ¿Qué nación europea se atrevió
a impedir el genocidio? Si fueron colonos europeos los que con engaño, hurto y
violencia explotaron y vilipendiaron a las grandes mayorías étnicas, muchas
veces con el aval de los correspondientes gobiernos.
“Has lo que yo digo, pero no lo
que yo hago”, parece ser la filosofía del gobierno de los Estados Unidos. Quien
se erige como juez del mundo, blande mentalmente desde ya la espada de Iustitia,
la diosa romana.
Los diferentes gobiernos
estadounidenses a lo largo de los siglos diecinueve y veinte han demostrado
llanamente que la aspiración al poder mundial – Teoría – y la dedicación por
lograrlo – Práctica –, son las dos caras de la moneda imperial. Los Estados
Unidos lograron su propósito imperial después de la segunda guerra mundial
convirtiéndose en una nación más poderosa que el imperio romano de Julio Galius
César y el Emperador Augusto [Octaviano], que comprendió un territorio habitado
por más de 50 millones de mujeres, hombre, ancianos y niños, y que se extendió
desde el actual Irak hasta las islas británicas. Nunca antes en la historia
universal existió un imperio más poderoso que los Estados Unidos de
Norteamérica.
Y así, con bombos y platillos, a
la manera imperial, anunció Harry S. Truman la política internacional
norteamericana de la posguerra ante las dos cámaras del Congreso de los Estados
Unidos el 12 de marzo de 1947: “En la
presente etapa de la historia mundial casi todas las naciones deben elegir
entre modos alternativos de vida. Con mucha frecuencia, la decisión no suele
ser libre. En varios países del mundo, recientemente, se han implantado por la
fuerza regímenes totalitarios, contra la voluntad popular. El gobierno de los
Estados Unidos ha levantado frecuentes protestas contra las coacciones y las
intimidaciones realizadas en Polonia, Rumanía y Bulgaria, violando el acuerdo
de Yalta. Debo afirmar también que en otros países han ocurrido hechos
semejantes. Uno de dichos modos de vida se basa en la voluntad de la mayoría y
se distingue por la existencia de instituciones libres, un gobierno
representativo, elecciones limpias, garantías a la libertad individual,
libertad de palabra y religión y el derecho a vivir sin opresión política.
El otro se basa en la voluntad de una minoría impuesta mediante la
fuerza a la mayoría. Descansa en el terror y la opresión, en una prensa y radio
controladas, en elecciones fraudulentas y en la supresión de las libertades
individuales. Creo que la política de los Estados Unidos debe ayudar a los
pueblos que luchan contra las minorías armadas o contra las presiones
exteriores que intentan sojuzgarlos. Creo que debemos ayudar a los pueblos
libres a cumplir sus propios destinos de la forma que ellos mismos decidan.
Creo que nuestra ayuda debe ser principalmente económica y financiera, que es
esencial para la estabilidad económica y política. El mundo no es estático y el
statu quo no es sagrado. Pero no podemos permitir cambios en el statu quo que
violen la Carta de las Naciones Unidas por métodos como la coacción o
subterfugios como la infiltración política. Ayudando a las naciones libres e
independientes a conservar su independencia, Estados Unidos habrá de poner en
práctica los principios de la Carta de las Naciones Unidas.”
La Doctrina-Truman estaba
dirigida en primera instancia a contrarrestar el “peligro de la revolución
comunista mundial” y constituyó la piedra de toque de la guerra fría. En cierta
medida, la doctrina de Truman puede considerarse como la adaptación de la
doctrina Monroe a la nueva coyuntura política mundial. El mundo después de la
segunda guerra mundial se convirtió en bipolar. Para Truman la Unión Soviética
representaba sin discusión alguna el “reino del mal”, lo cual infería que los
Estados Unidos eran por conclusión, el paraíso terrenal.
En este contexto internacional,
la administración Truman desarrolló a partir de 1947 un nuevo concepto estratégico
de Seguridad Nacional. La ley del 26 de Julio 1947, conocida como National Security Act, tiene una
importancia histórica posguerra, puesto que representa la base jurídica del
poderío militar de los Estados Unidos en el mundo entero. Esta ley dictaminó la
creación del ministerio de defensa, de la Fuerza Aérea, del Consejo de
Seguridad Nacional y de la Central de Inteligencia.
Las interpretaciones del concepto
Estratégico de Seguridad Nacional varían un poco en dependencia del presidente
de turno y la coyuntura política internacional. La doctrina que cobró
popularidad e importancia por su carácter abiertamente imperial es la conocida
como “doctrina Bush”, elaborada a raíz del ataque terrorista del 11 de
septiembre de 2001 contra las torres gemelas en Nueva York. El concepto de Estrategia
de Seguridad Nacional hecho público por el mismo presidente George W. Bush el 17
de septiembre del 2002, decía lo siguiente en el capítulo dedicado a la transformación de las instituciones de
seguridad nacional de Norteamérica para enfrentar los retos y oportunidades del
Siglo XXI: “…La presencia de fuerzas
norteamericanas en el extranjero es uno de los símbolos más profundos del
compromiso estadounidense con nuestros aliados y amigos. Mediante nuestra
voluntad de usar la fuerza en nuestra propia defensa y en defensa de otros,
Estados Unidos demuestra su determinación de mantener un equilibrio del poder
que favorece la libertad. Para bregar con la incertidumbre y enfrentar los
muchos retos de seguridad que encaramos, Estados Unidos necesitará bases y
estaciones dentro y más allá de Europa Occidental y el nordeste de Asia, como
así también arreglos de acceso temporal para el despliegue de las fuerzas de
Estados Unidos a gran distancia.”
¡Dadme una base militar, para que
pueda intervenir y devastaré la tierra! Así sonó el grito de guerra de Bush en
aquellos días. La injerencia militar los Estados Unidos en los asuntos internos
de otras naciones ha seguido siempre el
mismo patrón: 1) Protección a los ciudadanos norteamericanos, 2) La defensa de
los intereses norteamericanos en el respectivo país, 3) Conservación de la
democracia, 4) Captura – vivo o muerto – del bandido de turno.
Tanto la pax americana, como la pax
trumanica, así como la pax bushica
han provocado más guerras – abiertas o encubiertas – en el mundo que cualquier
otro imperio anterior. Todo lo contrario a lo que ocurrió durante la pax augusta – si se confía en los libros
de historia universal –, período en
que al parecer a partir del año 27 AC hasta el 14 DC se logró durante 200 años
paz, estabilidad, seguridad y bienestar de la comunidad de pueblos que
habitaban en el imperio romano. El imperialismo norteamericano, por su parte,
ha constatado motu proprio y manu militari, algo que Marx, Engels,
Lenin y muchos otros filósofos ya sabían, ciertamente que: La paz de un imperio
significa siempre, independientemente del grado de “bondad” y del “sentido de
justicia” del emperador, el sometimiento militar de los pueblos y la voluntad
intrínseca de expansión y ocupación de otros territorios.
Las diferentes doctrinas están
siempre en función de intereses ideológicos, político-militares, comerciales y
culturales de la nación poderosa. Imperios sin guerras nunca han existido ni
existirán.
La guerra es un negocio redondo
para el gran capital industrial y financiero, con un margen elevado de ganancia,
sobre todo, si se consideran las tres dimensiones del fenómeno llamado guerra:
Preparación, Ejecución y Prevención. La guerra es un producto que algunas veces
se envuelve con papel celofán ideológico o geopolítico, otras veces, las
represalias militares se envuelven en papel regalo.
La dialéctica de las guerras
imperiales favorece a la industria del armamento y a la industria de la
construcción. La guerra significa armas y destrucción, y la paz, construcción y
rearme. Según el Instituto de Investigación de la paz en Estocolmo (SIPRI,
siglas en inglés), de 100 compañías vinculadas con la producción y comercio de
armamento, 46 son empresas norteamericanas con un volumen de ventas en el año
2000 de más de 96 mil millones de dólares americanos.
En el presente la doctrina Monroe
ya no existe en su forma antigua. Su lugar lo ocupó la doctrina Truman. Pero la
pax trumanica ha resultado ser una pax traumática, especialmente en América
Latina y después del 11 de septiembre del 2001, también en los países árabes o
musulmanes.
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