Recordando a Monseñor Oscar Arnulfo Romero y Armando “El gato” Herrera
Corrían los años cincuenta del
siglo pasado y yo era un chiquillo inquieto de apenas nueve años, que cuándo no
estaba en la escuela parroquial de Nuestra Señora de Fátima en la colonia La
Rábida o dedicado a las tareas escolares, me la pasaba jugando en la finca
Cipactli (Caimán en náhuatl), jugando al fútbol o al béisbol en la calle o
encaramándome en el muro del manicomio, para observar mejor a los “locos”,
viendo cómo vivían o sobrevivían la “vida loca”, en un lugar, que más que un hospital,
parecía la cárcel de Papillón en la isla del Diablo. En ese mismo sitio, se
construiría años más tarde el Instituto Nacional Francisco Menéndez, una
fábrica especializada en educar a talentosos jóvenes bachilleres de la clase
media con pocos recursos. Las clases sociales con más poder económico enviaban
a sus hijos a los colegios élites del país. El Externado San José de la
Compañía de Jesús, que también era una compañía que “producía” buenos
estudiantes, bien preparados para convertirse en futuros empresarios, excelentes
profesionales y de vez en cuando, díscolos del arte, la cultura y la política,
“ovejas descarriadas”, como el célebre poeta y revolucionario Roque Dalton.
Otras familias encomendaban la educación de sus vástagos a la Congregación de
los Hermanos Maristas, que tenía dos sucursales en San Salvador: La escuela San
Alfonso en el barrio popular de San Jacinto y El Liceo Salvadoreño, en la parte
occidental de la capital cerca de las casitas del barrio alto. En el
“Externado” y en el “Liceo”, los dos centros de educación primaria, secundaria
y de bachillerato, católicos por excelencia, estudió durante años la crema y
nata de la intelectualidad cuzcatleca y la élite del poder político-económico que
ha gobernado El Salvador. Más de algún comandante guerrillero pasó por alguna
de estas aulas. El resto de la población estudiantil de la capital se
distribuía entre los colegios católicos salesianos (Santa Cecilia y Don Bosco)
y otros de poca monta, más los colegios laicos, como el Instituto Miguel de
Cervantes, García Flamenco, el colegio salvadoreño-alemán y la escuela
americana.
Me encontraba, creo, cometiendo
alguna de mis travesuras en la vecindad o en casa, cuando se expandió la
noticia que a Julio [Rivas], un joven estudiante de secundaria o bachillerato del
Instituto Nacional, lo habían ››baleado‹‹ en una manifestación contra el
presidente de turno, el coronel José María Lemus. En patota nos dirigimos a la
casa de Julio en la 33 calle oriente, que estaba a la vuelta de la esquina.
Julio yacía en la cama, más vivo que muerto, con un vendaje en la pierna o en
el abdomen. Probablemente, se trató, afortunadamente, de un ››rozón‹‹ de bala. Pero
el susto que pasó, todavía se podía leer en su cara. Días más tarde, después de
estos sucesos que conmovieron al país entero, por la cruenta represión desatada,
nos visitó inesperadamente mi tío Arturo con el menor de sus hijos, quien se
quedó unos días en nuestra casa y se marchó, recién cuando los moros abandonaron
la costa. Esta fue la primera vez que vi conscientemente al famoso ››comunista
en la familia‹‹ y el primero que conocí en mi vida. Se trataba de Armando, la
››oveja roja‹‹ entre los Herrera. Creo que él era diez o doce años mayor que
yo, no sé exactamente la diferencia de edades, pero qué más da, el caso es que él
ya tenía la edad suficiente para andar metido en “cosas políticas” y arrancar de
la policía. Luego de esos acontecimientos desapareció por completo del mapa metropolitano
y nacional, pero la familia conocía su paradero.
La segunda vez que lo vi fue a
mediados de los sesenta. Hernán, su hermano, para ese entonces nuestro vecino
inmediato, llegó a casa con Armando, quien nos dio la luctuosa noticia de la
muerte de su primer hijo o hija. Allí en la sala de nuestra casa lo vi llorar en
los brazos de papá Nicho. Creo que la criatura murió durante el parto.
Y pasaron los años, me hice
adolescente e ingresé en 1970 a las áreas comunes de la Universidad Nacional, en
aquellos años agitados, donde se estaba gestando el proyecto estratégico de la
lucha armada. En los pasillos de las facultades se hablaba del “Grupo”, de
Marcial [Cayetano Carpio] y de un tal Simón [Schafik Handal]. Muchas veces lo miré
de reojo en la facultad de Humanidades, puesto que Armando fue siempre un tabú
en la familia. Pero no porque se le reprochara su actividad política ni su
ideología comunista. Pienso que el alejamiento de la familia se debió más bien
a medidas de seguridad, que él mismo se impuso o que el partido le exigió en su
momento. Una forma de proteger a sus seres más queridos que en esos momentos
eran sus padres y sus hermanos. Su sobrino Yuri, hijo de Marina, fue tal vez uno
de los primeros salvadoreños bautizado con un nombre ruso. No sé si en honor a Gagarin,
el primer hombre que realizó un vuelo espacial o en honor a las ideas del tío
rojo. Total que en este ambiente conspirativo y medio clandestino, nunca me
atreví a visitarlo en su cubículo. Nunca supe qué hacía él concretamente en la
Universidad. A raíz de su muerte en 2009 me enteré que su trinchera de lucha había
sido siempre el arte y la cultura.
Así que cuando el coronel Arturo
Armando Molina en 1972, a la sazón presidente de la república, consideró que el
alma mater se había transformado en
una enorme teta marxista-leninista, de la que mamaban los aprendices de
guerrilleros, subversivos, sediciosos y comunistas (el término ››terrorista››
no estaba de moda), dio la orden al ejército de allanar el recinto
universitario. Para ese entonces, yo ya estaba con un pie en las Europas. Pero
efectivamente, las primeras lecciones de materialismo histórico y dialectico,
lógica formal y dialéctica, las recibí en las áreas comunes, es decir en las “áreas
comunistas” que no dejaban dormir al coronel Molina. ¡Tan despistado no andaba
el chafarote!
Papá Nicho y tío Arturo, además
de ser parientes cercanos, se parecían físicamente y les gustaba pasar bien los
fines de semana y por eso a menudo se visitaban mutuamente. Muchas veces
acompañé a mi “tío-padre” en sus periódicas visitas a la colonia Soyapango,
donde vivían los padres de Armando. Los dos primos eran empleados de escritorio,
uno de ellos trabajaba para el estado y el otro para la empresa privada. Mi tío
Arturo trabajaba en el Instituto de Vivienda Urbana (I.V.U) y mi papá, era tenedor
de libros en la compañía Gabay Gun & Cia. Un prestigioso almacén de artículos
para el hogar, propiedad de Jacques Gabay (Jaime Gabay) un sefardita nacido en Estambul,
Turquía y de Saúl Gun, un judío originario de Israel. Allí, en esa empresa,
trabajó Nichín desde muy joven – así
le decía mi tío Arturo a mi papá – a partir de los cuarenta hasta 1973, año en
que la compañía fue disuelta.
Los dos Herrera, eran bajos de
estatura, piel blanca, ojos zarcos y nariz aguileña características
fisionómicas que los convertía en salvadoreños “atípicos”, cuyas raíces ancestrales
estaban en España y Francia. Las raíces sefarditas de los “Herrera” fueron también
unos de los temas tabúes en nuestra familia y lamentablemente siendo adulto nunca
le pregunté a mí “tío-papá”, acerca de la historia de sus padres, abuelos y
bisabuelos.
Armando Herrera, a quien sus
amistades y camaradas llamaban “El Zarco” o “El gato”, tenía gran parecido con
su padre. En alguna parte leí sobre él muchas cosas que yo desconocía: Armando
era jovial, le gustaba reír y contar chistes. Así eran también sus hermanos:
Marina, Hernán y Dagoberto.
Tuvieron que pasar exactamente casi
veinte años para que mi primo Armando y yo volviéramos a encontrarnos, ésta vez
para conversar como dos adultos. Me gradué de ingeniero electrotécnico en 1979 en
Alemania, y en octubre de ese año decidí visitar a mi familia. Comencé mi
periplo en los Estados Unidos, donde radicaban mis familiares más cercanos y lo
continué en San Salvador. Llegué al aeropuerto internacional de Ilopango desde
Los Ángeles, California en el famoso vuelo del “tecolote” de líneas Aeroméxico.
Nada más puse pie en tierra
salvadoreña, pedí a papá Nicho expedito que me organizara una entrevista con mi
primo Armando y una audiencia con monseñor Romero. Nunca le pregunté a mi
padre, pero pienso que la petición le habrá resultado curiosa, pero solo se
limitó a preguntar: Y, ¿para qué querés hablar con Armando? Lo de Monseñor,
creo le debe haber caído como agua bendita, pues a lo mejor pensó que por fin
sentaba cabeza. Efectivamente, dicho y hecho. Tanto Armando como Monseñor
aceptaron gustosos perder su tiempo en conversar conmigo. Mi papá Nicho se
encargó de organizar lo de Armando y mi prima Elvira de arreglar lo de
Monseñor. Las buenas relaciones de la familia con el santo hombre facilitaron
las cosas.
De este modo, un día miércoles,
me presenté a la oficina de Armando en la facultad de Odontología. Creo que él
era el director del periódico de la Universidad. Me saludó con una sonrisa que
mi hizo recordar al tío Arturo, pero capté que estaba curioso por averiguar
cuál era la razón de mi visita. Para ese entonces, yo ya tenía un “currículo
político” como activista en la solidaridad alemana con los exiliados chilenos,
argentinos y con la revolución sandinista. Así que no me presenté con las manos
vacías. Pienso ahora, que de manera inconsciente estaba diciéndole: ¡Eh,
Armando yo también seguí tu camino!
Le informé acerca del trabajo de
solidaridad con la revolución salvadoreña que estábamos impulsando en Alemania.
Me felicitó y me confirmó que el trabajo
internacional era muy importante, etc. Me dio su apartado postal, número 1703 y
su teléfono privado (25-6604) en San Salvador. Nunca le escribí tampoco le
llamé por teléfono y jamás volvimos a encontrarnos. Tampoco supe, si él se
enteró en algún momento que mi vínculo con la revolución salvadoreña fue más
allá de las fronteras de la solidaridad.
Al día siguiente se llevó a cabo la
audiencia con Monseñor Oscar Arnulfo Romero en el seminario San José de la Montaña.
Hice un par de fotos con una Minolta, regalo de bodas de un amigo hondureño;
todavía guardo aquellas fotos de Monseñor Romero vistiendo sotana blanca. Me
concedió quince minutos exactos. Estaba tan nervioso que me costó articular mis
palabras y no recuerdo exactamente sobre qué hablamos. Me imagino que le hablé
de lo mismo que a Armando, pues a decir verdad, no tenía mucho más que contar. Finalmente
me dio su bendición. Pero creo que él estaba más nervioso que yo. Detrás de su
bonhomía percibí la tensión de un hombre que ya sabía que su vida estaba en peligro.
Afuera, en el corredor, me
esperaba mi prima Elvira, riéndose nerviosa como era su costumbre. Nos subimos
al escarabajo y nos dirigimos a la ciudad de Santa Tecla. San Salvador al
mediodía es un infierno y yo recién venía saliendo de un lugar fresco y
agradable, en el que reinaba la paz y tranquilidad. Allí conocí a un verdadero
santo.
El domingo 14 de octubre por la
noche nos encontrábamos un grupo de compañeros de colegio en una habitación del
Hotel Gran San Salvador, contiguo a las oficinas del correo central en la
avenida España, celebrando el reencuentro y al mismo tiempo despidiendo a uno
de los amigos que al día siguiente regresaría a Managua donde residía desde
1970. A medianoche se fue la luz y nos percatamos que toda la capital estaba a
oscuras. Presentimos algo extraño, aunque los apagones eran frecuentes en esos
días en San Salvador; esa noche hasta los mariachis de la Praviana guardaron
silencio. El conserje llegó a la habitación y nos informó que se trataba de un
golpe de estado y nos recomendó no abandonar el hotel. Así que allí pernoctamos
los cinco amigos de colegio, bien avergonzados por no haber tenido el valor de
regresar a nuestros respectivos hogares. Esta sería la última vez que nos
veríamos en esa constelación. Pero el apagón había sido solamente la antesala
del golpe de estado.
En la mañana del 15 de octubre de
1979, la Juventud Militar, derrocó al general Carlos Humberto Romero, quien
abandonó el país esa misma tarde. Así finalizó la “milicocracia” del partido nacionalista y conservador PCN (Partido
de Conciliación Nacional). Pero el objetivo principal del golpe militar, no fue
solamente deponer al general Romero, sino que se trató del primer intento político-militar
para contrarrestar la ola insurreccional que la revolución sandinista había
provocado en El Salvador. La Primera Junta “Revolucionaria” (póngase atención
al término entre comillas) de Gobierno comenzó su gestión, proclamando unos
días más tarde por decreto de ley, la disolución de la estructura paramilitar
conocida como ORDEN. Los golpistas contaron con el aval del gobierno de Jimmy Carter
y con el apoyo político del Foro Popular[1].
En enero de 1980 se constituye la Segunda Junta “Revolucionaria” de Gobierno y
en octubre del mismo año, la Tercera Junta. Con el fracaso de esta estrategia
contrainsurgente americano-salvadoreña, los revolucionarios salvadoreños se
lanzaron a tomar el Paraíso terrenal por asalto.
Regresé a Alemania el 20 de
octubre de 1979, con la convicción de que el triunfo popular estaba a la vuelta
de la esquina.
La noticia del asesinato de
Monseñor Oscar Arnulfo Romero el 24 de marzo 1980 conmovió al mundo entero.
Entonces comprendí las palabras expresadas con cautela y entre líneas por mi
primo Armando aquel día de octubre de 1979. El Salvador se había transformado literalmente
en un dantesco infierno.
Si la vida de un santo hombre no
valía ni un comino en El Salvador, ¿Cuánto podía valer la de un campesino? ¿La
de un obrero? ¿La de un estudiante? ¿La de un comunista?
¿Cuánto vale la vida de los
pobres en El Salvador del siglo XXI?
[1] Foro
Popular: Plataforma política compuesta por: La Federación Nacional de
Trabajadores Salvadoreños (FENASTRAS), que era la más poderosa central
sindical, influenciada fuertemente por el Frente de Acción Popular Unificada
(FAPU)/ Resistencia Nacional(RN), las Ligas Populares "28 de Febrero"
(LP-28) influenciada por el Ejército Revolucionario del Pueblo(ERP), la Unión
Democrática Nacionalista (UDN), influenciada por el partido comunista
salvadoreño, el Partido Demócrata Cristiano (PDC), el partido socialdemócrata
Movimiento Nacional Revolucionario (MNR) y el Partido Unionista Centroamericano
(PUCA).
Querida Breny Massiel,
ResponderEliminaryo también conocí muy poco de vuestro papá, pero cuando niño intuí algo especial en él y como adulto comprobé su gran humanismo, amor por su familia y por su pueblo. Armando, además de su entrega a la causa revolucionaria, fue modesto, consecuente con sus ideas e ideales, pero sobre todo, le fue ajena la ambición de poder y de protagonismo. Cualidades meritorias tan poco común en nuestros días....Con cariño y respeto. Roberto Herrera
Hola Roberto:
ResponderEliminarHe disfrutado mucho lo que haz escrito... Todo eso lo desconocia ! Claro nos conooocimos en Chalate como aprendices de guerrilleros y practicamente no tuvimos el tiempo necesario para hablar de la familia... Todo lo absorbia la guerra... Planificaciones, evaluaciones, criticas etc. Nada de conversaciones de familia... Hojalá pronto nos veamos para hablar largo y tendido.
Hola lector anónimo: Gracias por tus comentarios. No sé cuándo podremos hablar largo y tendido, pues la verdad que no puedo imaginarme quién podrías ser....tal vez con la canción de los Beatles.....with a little help....
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