Para mi amigo Emilio –Emiliet per
els bons amics– no existe palabra en la lengua española que sintetice todos los
atributos negativos que un ciudadano del mundo pueda adquirir a lo largo de su
paso por el mundo. Y yo estoy de acuerdo
con él. Se puede ser pasmado, idiota, imbécil, estúpido en ciertos momentos de
la vida, incluso algunas veces podemos comportarnos como verdaderos hijos de
puta, pero, ser gilipollas es una
condición humana que solamente se alcanza faltándole el respeto absoluto a sus
semejantes.
Si usted habita, querido lector, en latitudes hispanoparlantes donde este
término no forma parte del vocabulario o trompavulario común de la gente se
preguntará a lo mejor qué cosas hay que hacer o decir, para ser considerado por
los demás como gilipollas.
Pues bien, el paradigma excelso de la gilipollez
lo personifica Donald Trump, el candidato a la presidencia de los Estados
Unidos.
Donald Trump es gilipollas a más
no poder cuando despotrica contra los migrantes en los Estados Unidos, una
nación exclusivamente multirracial y multicultural. Es gilipollas
porque olvida que los 224 millones de blancos que viven en los Estados Unidos son
de origen europeo, es decir migrantes, – incluyéndole a él y su familia–, es gilipollas porque pasa por alto que el
producto interno bruto de la nación más poderosa del planeta lo generan también
los afroamericanos, los asiáticos y los millones de latinoamericanos, la
mayoría procedente de México. Sin contar en esta estadística la mano de obra
barata e ilegal que también aporta su buen tanto a la economía nacional.
Hay que ser muy gilipollas al
pensar que la construcción de un muro a lo largo de la frontera con México
resolverá el problema de la inmigración ilegal y el tráfico de drogas.
Donald Trump es gilipollas al
denigrar a las mujeres con comentarios sexistas y machistas en un país donde la
población femenina es mayoritaria y es gilipollas
al afirmar que el cambio climático es producto de una confabulación china para
obtener más cuotas en el mercado internacional.
Ahora bien, hay que diferenciar entre la calidad de ser un hijo de puta y la
de ser un gilipollas. Son variedades
distintas del género humano. Tanto es así, que no todos los hijos de puta que
habitan el mundo son gilipollas ni
tampoco todos los gilipollas son hijos
de puta. Aunque hay que admitir la existencia de una variedad híbrida, que bien
podría llamarse giliputas. Esto
quiere decir, que para triunfar en el mundo moderno no necesariamente hay que
ser gilipollas o giliputas, sino que
basta con ser un verdadero hijo de puta e ir por el mundo explotando la mano de
obra barata para ascender en la jerarquía socio-económica de la sociedad de consumo. Esta variedad
de terrícolas–los hijos de puta– es la que Aaron James, profesor de filosofía
en la universidad de California, ha desmenuzado en detalle en su libro “La
teoría de los hijos de puta” (Assholes – A Theory).
En fin, a Donald Trump, se le pude nombrar de varias formas. Si a usted le
apetece, estimado lector, puede nombrarlo “hijo de puta” o “giliputas” y de antemano le digo que no
está equivocado. Soy de la opinión eso sí, que un gilipollas de capirote, como Donald Trump, es además de vulgar
e ignorante, políticamente peligroso. No
obstante, gilipollas es la palabra
castiza que define, según mi opinión, la esencia de la personalidad de Donald
Trump. Es la palabra que lo dice todo en relación al candidato presidencial
norteamericano, aunque usted piense que eso es poco. Créame, no lo es.
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