Recordando las Áreas Comunes universitarias salvadoreñas del siglo XX
Siempre que se recuerda la historia de algo o de alguien hay que contar
siempre con la posibilidad de cometer errores de cálculo de fechas o de interpretación
de los sucesos mismos. Según mis cálculos, las Áreas Comunes universitarias
salvadoreñas del siglo XX habrían comenzado en 1968 o 1969. ¡Craso error!
La reforma educativa universitaria impulsada por el Dr. Fabio Castillo
Figueroa durante su rectorado 1963-1967 contempló, entre otras cosas
importantes, la implementación de Áreas Comunes. Aunque la reforma docente fue
aprobada en 1963, el Consejo Superior Universitario la puso en marcha recién el
26 de junio de 1965. Y yo, que pensaba que mi generación de bachillerato de
1969 había sido la que contempló el “nacimiento” de las Áreas Comunes. Más en
realidad, lo que efectivamente vivimos en julio de 1972 en el Campus fue su muerte
en el paredón.
Mi presencia en las aulas y cubículos de la Universidad nacional (UES) pasó
desapercibida, ya que participé muy poco en la vida estudiantil. Literalmente,
brillé por mi ausencia, limitando mi rol de estudiante universitario a un par
de asignaturas por semestre, y, para ser honesto, y no darme ahora ínfulas de
haber sido un revolucionario en ciernes, nunca participé en la vida política
estudiantil de AGEUS; no por ignorar lo que estaba sucediendo en el país ni por
apatía política, sino debido a que mi azimut académico estaba puesto en Europa.
En mi mente las velas ya estaban alzadas en dirección al viejo continente. De
tal manera que cuando el coronel Arturo Armando Molina, a la sazón presidente
de la república, ordenó la ocupación y cierre del Alma Mater cuzcatleca el 19
de julio de 1972, yo ya estaba preparando las maletas para emigrar a Europa. Sin
saber que sería para siempre.
Las diferentes manifestaciones realizadas por los maestros en 1965, 1967 y
la huelga general del 21 de junio de 1968 aunque provocaron un cataclismo
político-social en la sociedad salvadoreña, para un adolescente como yo,
dedicado al estudio y al deporte, no tuvieron mayor importancia. En El Salvador
no tuvimos un “Mayo de Paris” ni un Tlatelolco mexicano ni una Primavera Checa,
las matancingas llegarían unos años más tarde. Sin embargo, más allá de
tener yo conciencia o no de lo que en la sociedad estaba ocurriendo, en el “paisito”
ya se estaba gestando, de manera subversiva, un tsunami político-social que
finalmente desembocaría en el conflicto armado. En este marco de convulsión
social, las Áreas Comunes universitarias salvadoreñas a las que ingresé en 1970,
junto con un par de compañeros de colegio, se habían trasformado lentamente en
un vivero guerrillero.
Es en este marco histórico en el que las Áreas Comunes universitarias
salvadoreñas jugaron un papel importante en el desarrollo político e ideológico
marxista en una parte del estudiantado salvadoreño, cuya expresión concreta y
directa fue el surgimiento de las primeras organizaciones guerrilleras. En este
sentido, la clase social que impulsó y, en definitiva, dirigió la “guerra del
pueblo” no fue la clase obrera ni el campesinado, sino la pequeña burguesía
intelectual; mientras que la gran parte del ejército popular estuvo constituido
por campesinos. En este sentido, la “guerra civil” salvadoreña fue el
enfrentamiento de la clase campesina entre sí, puesto que la mayoría de la
soldadesca del ejército salvadoreño es de extracción campesina.
No es exagerado afirmar, pues, que las Áreas Comunes universitarias fueron
el común denominador de todas las fracciones político-militares que surgieron a
principios de los años setenta. Gran parte de los altos dirigentes políticos de
las organizaciones guerrilleras pasaron por la Universidad Nacional graduándose
o habiendo interrumpido sus estudios por razones político-militares. Por lo
tanto, la intervención militar en 1972 y el cierre del Alma Mater no fue
arbitrario, sino parte de la guerra de contrainsurgencia norteamericana.
Sin embargo, todos los planes político-económicos impulsados por la clase
política-económica dominante y avalados por el Departamento de Estado y el
Pentágono para evitar la polarización social en El Salvador durante la década de
los sesenta del siglo pasado no tuvieron los resultados esperados. A mi juicio,
debido a la imposibilidad fáctica de impulsar una verdadera y profunda reforma
agraria. Siendo El Salvador tradicionalmente un país agroexportador basado en
el monocultivo del café la solución del problema de la propiedad privada de las
grandes extensiones de tierra cultivable sigue siendo imprescindible. Tanto el
cultivo del café como su exportación es patrimonio de la burguesía
terrateniente, también llamada oligarquía cafetalera. Por lo tanto, es ilusorio
y hasta utópico esperar que la oligarquía salvadoreña planifique, impulse, desarrolle
o tolere una verdadera reforma agraria. La
burguesía industrial-agropecuaria, no vinculada a la oligarquía cafetalera, intentó
en la década de los sesenta del siglo XX diversificar los rubros de exportación
e intensificar el débil y precario desarrollo industrial a
través del Mercado Común Centroamericano, pero sin lograrlo integralmente,
entre otras cosas, por los problemas fronterizos con Honduras que dieron origen
a la tristemente llamada “guerra del fútbol” en 1969.
Es decir, El Salvador entró a la década de los setenta convertido en una
gigantesca iguana adolorida y preñada con muchos huevos o problemas por
resolver. El golpe de estado de 1979 que derrocó al General Carlos Humberto
Romero fue la última acción cívico-militar, un tanto desesperada, para resolver
el intríngulis salvadoreño y evitar lo inevitable. El asesinato de Monseñor
Oscar Arnulfo Romero el 24 de marzo de 1980 marcó el point of no return
de la lucha de clases en El Salvador. El eco de los tambores de guerra saludaba
la década de los ochenta.
Entonces, recordando un día de estos, mi “visita de médico” a las Áreas
Comunes universitarias salvadoreñas del siglo XX, me llegó la imagen nítida de
aquella jovencita tímida, callada y reservada que solía encontrarme a menudo en
la colonia 5 de noviembre, vistiendo su uniforme de colegiala, blusa blanca
inmaculada y falda gris de cuadros, característico del colegio católico La
Divina Providencia de San Salvador.
María Marta Valladares se llamaba la “vecinita del frente” de la casa de
mis familiares. Más tarde, casi a diario nos encontrábamos en la parada de
buses de la ruta 3 en las cercanías del “Manicomio” en la colonia Atlacatl. Sin
intercambiar palabras ni miradas, nos bajábamos en el hospital Bloom camino a
la Universidad, ella inscrita en la facultad de psicología y yo, en la de
ingeniería y arquitectura. Éramos dos extraños, viviendo en un mundo tan
pequeño, viviendo a la vuelta de la esquina, por así decirlo.
El desarrollo político siempre es un acto colectivo y los centros de
estudio, sobre todo los superiores, son el ágora de las ideas y los
pensamientos. Las Áreas Comunes universitarias fueron ese gran mercado de ideas
revolucionarias para mi generación. Un par de horas en las aulas escuchando con
atención e interés hablar de sociología, filosofía y economía eran suficiente
para entender y comprender científicamente la problemática político-social y económica
de la sociedad salvadoreña. A partir de ahí, el salto cualitativo a la acción
directa y a la conspiración revolucionaria era solo cosa de tiempo, voluntad,
interés clasista y una gran porción de dinámica de grupo que yo evité, pero las
ideas y el pensamiento marxista estaban guardados ya en mi maleta transoceánica.
Cuando regresé al paisito, diez años más tarde, contemplando en el
horizonte el volcán de San Salvador desde las montañas chalatecas, me enteré positivamente
sorprendido que la comandante guerrillera Nidia Diaz era aquella jovencita de apariencia
tímida y hasta huraña, con quien nunca compartí ni siquiera un amigable hola.
Nunca he perdido el tiempo pensando en qué hubiera pasado si hubiera sido
un diligente y aplicado estudiante universitario de Áreas Comunes, tal como lo
fui en el colegio, metido en la dinámica político-social de grupo de mi
generación, pero es muy probable que no hubiera sobrevivido para contar estas
historias. ¿Quién sabe?
Pero pensándolo bien, creo que las cosas fueron como fueron y son como son,
y, en ese sentido, doy gracias a la vida que me ha dado más de lo que nunca
imaginé.
¡Je ne
regrette rien!
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