“Ay, Nicaragua, Nicaragüita, la flor marchita de mi querer”
Los medios de comunicación recurren usualmente
a la generalización del concepto político “derechas” e “izquierdas, cuando se
trata de diferenciar las diversas corrientes y posiciones político-económicas e ideológicas existentes
en el mundo. Esta costumbre se remonta a los días de la revolución francesa, en
la que los diputados que estaban por los cambios políticos y sociales se
posicionaron arbitrariamente a la izquierda
del presidente de la Asamblea Legislativa y los que querían mantener el statu quo se ubicaron a la derecha. Al centro se sentaron todas aquellas fuerzas
políticas que no tenían un proyecto o agenda política propia. Debido a esta reducción de conceptos, no es
extraño, pues, encontrar en el saco de “izquierdistas” a partidos políticos con
programas de gobierno esencialmente de “derechas”, es decir, con agendas
político-económicas que contribuyen al mantenimiento y a la consolidación del
modo económico capitalista globalizado.
La retórica revolucionaria es tan elástica
como una goma de mascar y con ella se puede insuflar burbujas de fantasías y
hacer pompas del quehacer político. Pero no siempre coincide la teoría revolucionaria
con la práctica de la política real, porque, entre el recurso del discurso y el
curso de la política real de las izquierdas en el poder, casi siempre
encontramos un desfase, una incoherencia y en algunos casos, hasta
contradicciones antagónicas.
¿Cuál
es la vara entonces, en el sentido marxista, con que se debería medir el
verdadero “izquierdismo” de las “izquierdas” a nivel global y, en particular,
en Latinoamérica?
En primer lugar, el contenido del programa
de gobierno y el carácter social (popular o antipopular) de la distribución de
la riqueza del país y de los recursos que el aparato económico produce
anualmente. Es decir, cuáles son los beneficios reales y concretos que recibe
la gran mayoría de la clase trabajadora. En segundo lugar, cuáles son los poderes
fácticos que están representados en la supraestructura e infraestructura del
Estado, es decir, cuál es la clase dominante en la sociedad.
Analizadas, así las cosas, se llega
irremediablemente a la conclusión que en el conjunto de países latinoamericanos
denominados “izquierdistas”, el único estado y gobierno realmente de izquierdas
es el de la República de Cuba. Pero esa harina o azúcar, es de otro costal.
En los últimos cuatro meses he leído
muchos artículos acerca de la situación actual en Nicaragua y he escuchado
muchas opiniones relacionadas con la crisis política que viven los
nicaragüenses. También me ha tocado leer
la serenata de “puteadas” que fieles furibundos orteguistas han lanzado contra
aquellos “traidores”, “vende patrias” y “renegados” que han osado criticar a
San Daniel y a Santa Chayo, es decir al binomio Daniel Ortega y Rosario
Murillo.
Sin embargo, hay dos artículos que me han
llamado mucho la atención en los últimos días. Primero por ser sus autores, dos
conocidos escritores latinoamericanos de renombre en el ámbito de la izquierda
latinoamericana y, en segundo lugar, por la forma en que ambos intentan a toda
costa, revivir o mantener vivos, consciente o inconscientemente, a dos
cadáveres históricos: El FSLN y la Revolución Sandinista.
Me refiero al chileno Manuel Cabieses
Donoso, director de la revista Punto Final, quien fuera secretario general del Movimiento de
Izquierda Revolucionaria (MIR) tras la muerte de Miguel Enríquez, el 5 de
octubre de 1974 en Santiago de Chile y al argentino Atilio Borón, doctor en
ciencias políticas y catedrático de la Universidad de Buenos Aires.
“No
quiero que mi voz se confunda con los rugidos del imperio o con los ladridos de
sus perritos falderos”,
escribe Donoso en la introducción de su artículo La lección de Nicaragua,
de lo cual se infiere que el autor no quiere ser catalogado de ser un “traidor”
o “renegado” de la causa revolucionaria marxista, por su crítica al ”binomio
Ortega-Murillo”.
Y sobradas razones tiene Donoso, pues
todavía en estos días del siglo XXI se sienten los síntomas inhibidores de lo que
yo denomino “el síndrome del Décimo Congreso del partido comunista ruso marzo 1921”.
En dicho congreso se aprobó la moción planteada por Lenin como una medida
provisoria para salvaguardar la unidad del partido y defender así la revolución
bolchevique. A partir de esa fecha la
formación de fracciones y, por lo tanto, la crítica constructiva y el debate
político-ideológico al interior del partido y en la sociedad quedaron prohibidos.
Stalin se basó en esta resolución,
después de la muerte de Lenin, para reprimir todo tipo de oposición contra la
línea del partido, es decir, su propia visión de la revolución y de la lucha
ideológica. Para Stalin, las cosas eran
en blanco o en negro. O se está con la línea del partido o se está en contra. No
había espacio para ningún matiz.
Por eso, durante muchos años del siglo
pasado, cualquier crítica que se hiciera a los gobiernos socialistas o a sus
respectivos partidos y dirigentes, despertaba una ola de resquemores en la
ortodoxia militante y dogmática, y en muchos casos, hasta dudas acerca de la
“lealtad” revolucionaria del escritor o del militante disidente. Por eso
encuentro valiente la actitud de Donoso al presagiar el derrumbe del gobierno
sandinista, y además por señalar, sin pelos en la lengua, que ese es “el
destino que la historia reserva a los revolucionarios que traicionan sus
principios”.
El Binomio Ortega/Murillo me hace recordar
a la pareja Robert Mugabe y Grace Mugabe. Más allá de las diferencias, sobre
todo las étnicas, hay muchas similitudes en el quehacer político y en el estilo
de gobernar de este cuadrinomio de políticos ávidos de poder.
Atilio Borón, por su parte, en su artículo
Nicaragua,
la revolución y la niña en el bote, parte del supuesto que Daniel
Ortega es el protector o vigilante de la revolución sandinista. ¿A qué
revolución se refiere Borón? La “niña” que adoptó Daniel Ortega en las
elecciones presidenciales 2006, ya en aquel entonces no era la “niña linda que
nació en León”, sino una vieja arrugada e infectada de neoliberalismo hasta la médula.
¿Cómo salvar a la
niña?, se pregunta Atilio Borón. ¿Botando el timonel (Ortega y Murillo) al Gran
Lago de Nicaragua y dejando que se hunda el bote (el estado y el gobierno que
lo administra) para que se los coman los tiburones? Esa “niña” que nació de la sangre derramada
contra la dictadura de Anastasio Somoza en julio 1979, fue descuartizada por el
tiburón imperialista vigilante del Gran Caribe durante la contrarrevolución de
los años ochenta del siglo pasado.
En el artículo de Atilio Borón, él sugiere
de manera sibilina la política “del mal menor”. Es mejor que Daniel continue en
el timón del barco –argumenta el académico argentino – puesto que no se sabe,
sí lo que vendrá será peor para los nicaragüenses. Después de la derrota
electoral de los 90, se sucedieron en la presidencia de la República Violeta
Chamorro, Arnoldo Alemán y Enrique Bolaños, tres gobiernos derechistas y, la
verdad es que no sé cuál fue la diferencia cualitativa entre la situación
actual que se vive en Nicaragua y la que se vivió en esos años de gobiernos de
derechas. No lo sé. Atilio Borón, recomienda, además, sí no sería más
productivo que toda la flota de botes en esa zona del Caribe y Centroamérica se
apresten a ayudar al desastrado (yo diría más bien desastroso) timonel Ortega
para que corrija el azimut “revolucionario”. ¿La fragata salvadoreña Farabundo
Martí? ¿El barco petrolero de Maduro? ¿Quién,
podría lograr entonces que Daniel de un giro de 180 grados?
La metáfora utilizada por Borón, para
describir la situación actual en Nicaragua es un intento melancólico de revivir
a la “niña revolucionaria”, la flor más linda de nuestro querer que Nicaragua fue
en el siglo pasado y que muchos apoyamos y defendimos, pero que se marchitó y
dejó de existir hace ya mucho tiempo atrás. Si de metáforas se tratará para describir lo
que en Nicaragua está ocurriendo o, mejor dicho, lo que le sucede a Daniel,
pienso que el cuento de hadas del danés Hans Christian Andersen, El Rey
desnudo, es más apropiado; aunque hay que decir que Daniel de pasmado no tiene
ni pizca y no se ha dejado engatusar por nadie, ni siquiera por Rosario
Murillo. Pero al parecer sí, por el poder y la vanidad, porque éstos pueden
deslumbrar y dejar ciego a cualquier gobernante.
Tanto Manuel Cabieses Donoso como Atilio
Borón, en sus respectivas apelaciones, parten de dos premisas falsas. Ni el
actual FSLN es un partido político marxista revolucionario ni la sociedad nicaragüense
se encuentra inmersa en un proceso revolucionario. Tanto el FSLN histórico como
la revolución sandinista ya no existen. Ya no son. Dejaron de ser lo que
fueron. El FSLN, aquel que Carlos Fonseca fundó con otros compañeros en la
década de los sesenta, siguiendo el ejemplo de la revolución cubana, el que
derrotó a la dictadura de Tacho Somoza y el que hizo todo lo posible por
derrotar a la contrarrevolución planificada y financiada por el gobierno de
Ronald Reagan, no es el mismo FSLN que dirigen Daniel Ortega y Rosario Murillo.
Lo único que ha quedado son las cuatro siglas y la foto del General de Hombres
Libres, Augusto Cesar Sandino. Hasta el color de la bandera lo cambiaron. Lo
único que le ha quedado a Daniel Ortega de su época revolucionaria es el
recurso del discurso antiimperialista, pero el “bote” que timonea ya no está
navegando en los ríos de leche y miel de los que retóricamente anotara en su
diario Tomás Borge en sus años de guerrillero encarcelado ni tampoco creo que el
velero “Chayo Murillo” atraque en el puerto que Sandino soñó.
Obviamente, la situación en Nicaragua es
muy compleja y tiene muchos matices, como para facilitar un diagnóstico
diferencial político acabado a distancia que se aproxime tendencialmente a lo
que ahí está sucediendo. Desde afuera, lo que se ve es una “inmensa montaña
verde” a la Omar Cabezas[1] y desde cerca, lo único que se ven son muchos
árboles amontonados. La lucha de clases en Nicaragua se está transformado o ya
se transformó en un rio revuelto, en el cual todo el mundo político quiere
sacar provecho.
El devenir del proceso político-social y económico
que está viviendo el pueblo nicaragüense dependerá en gran medida de la
correlación de fuerzas de las partes políticas en contienda; pero sobre todo de
la actitud de la gente, de la gran masa anónima que apoyará o le dará la
espalda a Daniel y a Rosario.
En todo caso, no será ni la solidaridad ni
la antipatía que se tenga con Daniel y Rosario en el extranjero la que
determinará el futuro del país hermano. Nicaragua, según parece, está diciendo
no al “sandinismo” de Ortega y Murillo.
[1]Omar Cabezas: comandante guerrillero,
autor de la novela testimonio La montaña es algo más que una inmensa montaña
verde.
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