La caminata con Otto me asustó más que el terremoto
Resulta que un día de estos, para no caer
en el hastió y la modorra que provoca el seco y caluroso estío en la provincia
de Alicante, se me ocurrió, a bote pronto, subir al punto más alto de la
región. Desde la llanura, el Pico Campana, erguido, pelado y besando las nubes
impone, debo reconocer, un relativo respeto. Pero de verdad que vale la pena alcanzar
la cima, pues desde las alturas el panorama es impresionante y maravilloso.
Con sus 1409 metros de altura –medidos en
dos ocasiones por el GPS de pulsera Polar M400–, el Puig Campana, es un piquito
o un Piccolo, comparado con los picos
suramericanos, africanos, tibetanos o los alpinos. No obstante, siempre vale la
pena enfrentarse a cualquier obstáculo que pueda ofrecer el terreno, aunque
después a uno le duela hasta el lugar más recóndito del cuerpo, precisamente
ahí, donde los rayos del sol no llegan.
Sin embargo, antes de emprender la
caminata, previamente consulté a unos amigos conocedores de la ruta, con el objeto
tantear teóricamente un poco la topografía de la zona. Me llenaron de buenas y
sinceras recomendaciones, y con más de alguna bienvenida advertencia.
Escuchándoles atentamente me llegó volando el recuerdo de una caminata que hice
a finales de la década de los ochenta del siglo pasado en los Alpes suizos
junto con Otto M., un alemán lanzado y aventurero. En dicha ocasión, no pregunté
a nadie, y confiando en la supuesta experiencia de Otto en los glaciares, me
aventuré en terra incógnita.
No recuerdo el nombre del glaciar que escogió
Otto para nuestra ruta ni tampoco la altura de la montaña suiza; pero la
próxima vez que lo encuentre en la ciudad le plantearé la pregunta que desde
hace años llevo guardada en mi interior. Un caso de represión emocional diría
Sigmund Freud, pues la verdad es que la caminata con Otto me asustó más que el
terremoto de 1965 en San Salvador. Sí las palabras hubieran sido proyectiles de
hielo tipo carámbano, seguro estoy que el aventurero germano hubiera quedado patitieso
como la momia Ötzi.
La escalada hasta la morena no me resultó
ningún problema. Ante mí se abrió un blanco y negro telón, tan imponente como
amenazante. Era la lengua del glaciar. Fue en ese momento, cuando me di cuenta de
que mi guía alpino, es decir Otto M., de alpinismo no tenía ni la más mínima
experiencia. A pesar de que llevábamos, según yo, el supuesto equipo necesario
para escalar: Crampones
Mientras discutíamos la ruta a escalar, vimos
a lo lejos, descender a un alpinista en medio del glaciar. A pesar de todo,
Otto seguía empecinado en tomar una ruta que, según mi juicio, era la opción
más absurda e insólita. Así que decidí tomar las riendas de mi destino, pues
bajar al punto de partida, es decir, al estacionamiento de coches no estaba en
mi itinerario. Mejor solo que mal acompañado, pensé. Así que ni corto ni
perezoso mandé a Otto a tomar por el culo.
Después de varias horas de caminar y ya
oscureciendo –Otto, afortunadamente utilizó su sentido común y siguió mi
huella– llegué a la cima de la montaña. El responsable del refugio salió a mi
encuentro en el puente de madera que comunica el glaciar con el refugio de
montaña, vociferando algo en un cerrado alemán-suizo que en un primer momento no
comprendí acústicamente; pero luego, alzando él más la voz me reprendió por la
estupidez que había cometido al ascender el glaciar, primero, en solitario y
segundo, sin el equipo adecuado. Minutos más tarde, le tocó el turno a Otto, el
autor intelectual de la estúpida caminata, quien de vergüenza cambió del rojo
tomate a un morado ciruela.
Esa noche en el refugio, escuchando las
historias de los alpinistas ahí reunidos acerca de los peligros que encierran
los glaciares, no podía creer la falta de responsabilidad de Otto al arriesgar
su vida y la mía en tan descabellada aventura. En esas nocturnas horas no me
faltaron vituperios para mandar a parir a Otto, lo que sí me faltó fueron horas
para recuperar energías. Tan encabronado estaba que no pude pegar pestaña. Nunca
en mi vida me había expuesto al peligro de muerte como lo hice ese día de otoño
ascendiendo el glaciar con la inocencia angelical de un enfermo mental. Todavía
anidan en mi recuerdo el ruido del agua corriendo bajo mis pies y las grietas
profundas a derecha e izquierda del camino.
Al día siguiente, la angustia aumentó
exponencialmente al contemplar la inmensa e interminable pared vertical que
formaba el glaciar. De no haber sido por un experto alpinista alemán de
Karlsruhe que generosamente se ofreció a descender con nosotros, yo ese día
acompañado solo de Otto no hubiera bajado ni siquiera por todo el oro del mundo.
De no haber sido así, ese día solamente en helicóptero me bajan del Glaciar.
Descendimos no por la ruta del día
anterior, sino por una, más cerca, más segura y tomando las medidas mínimas de
seguridad: Adelante, en la vanguardia, iba el verdadero guía, yo al medio y en
la retaguardia, Otto, el falso guía. Los tres íbamos unidos por una cuerda
atada a nuestras cinturas. No fueron pocas las veces que caí hasta la cintura
en agujeros ocultos por un manto de nieve recién caída, fresca y virgen,
conocida como polvo. Cuando por fin mis pies tocaron la tierra firme de los
Alpes suizos, me volvió el alma al cuerpo y entendí en ese momento, de manera
sensorial, que definitivamente el agua en su estado solido y líquido no es mi
elemento.
Felizmente regresé sano y salvo a casa sin
ningún rasguño en el cuerpo, convencido que soy cabra montuna y que mi amigo
Otto, sin quererlo, se comportó como un cabrón, pero también con mucha fortuna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario