martes, 8 de marzo de 2011

Dolores I

Primera parte

Cuenta Aldebarán, que todos los preparativos prenatales habían sido repasados uno por uno durante las últimas semanas. Dolores reposaba en su habitación, dando rienda suelta a la imaginación. Las reminiscencias del pasado inundaban su mente. Tardes de otoño jugando a la gallina ciega en el gran patio trasero del hogar materno, rodeada de hermanos, primos y primas, tías y demás servidumbre. Sí, ella había sido la preferida de la familia. Mimada por su padre y sobreprotegida por Caridad, su cariñosa madre. Ahora, dieciocho años más tarde, con la barriga hinchada, preñada en primavera, se disponía a parir sin partera.

La hechicera del pueblo había pronosticado un «mal parto» y Dolores, quien creía en los malos augurios y profecías de la magia negra y blanca, pensaba que moriría al dar a luz. Un halo de tragedia acompañaba a su familia, por parte materna, y aunque muchas cosas que habían sucedido en el seno familiar habían sido por causas fortuitas, Dolores, guardaba esa herencia irracional, cruz que la hacía verse más triste que el resto de sus hermanos. Estaba convencida que había llegado al mundo para sufrir y asumir el dolor ajeno. Así era Dolores. Enrico, su marido, escuchaba la radio en la habitación de al lado. Esta vez había decidido no comentarle nada a su marido, pues bien sabía cuáles serían sus comentarios. No sería la primera vez, que Enrico soltara una feroz carcajada y se burlara de Dominga, la bruja. “Es una charlatana”, le comentaría. Enrico estaba equivocado. Dominga era una bruja de verdad, pero ella era una bruja buena. Algún día se daría cuenta de su error.

Enrico, descendiente de italianos, era ateo y comunista sin partido, condición que lo convertía en el enemigo acérrimo del padre Augusto, el cura párroco del pueblo. Al clérigo, a decir verdad las cosas sacras le traían sin cuidado y la palabra celibato no formaba parte de su lexicón. Además, había tan pocos feligreses en el pueblo que lentamente había ido perdiendo el entusiasmo por la doctrina y el catequismo. Por otra parte, y esto era lo esencial, estaba Marta la joven viuda, quien con su intemperancia y voluptuosidad, contribuía todas las noches con una amalgama de caricias y menjurjes amorosos en recordarle que él, Augusto el padrecito, estaba más rico que pernil de chancho asado al palo. Con tanta carne al descubierto, Augusto se entregaba en cuerpo y alma a los placeres prohibidos. Si Enrico era comunista sin carnet, Augusto era cristiano con carne. Lo que había comenzado en sus tiempos de seminarista como un pecadillo bienal, se había transformado con los años en mucho más que pecado venial. Rafael, el difunto marido de Marta, primo preferido de Dolores, abandonó este mundo creyendo que su mujer le era fiel. Rafael era tan cornudo, que los amigos que a menudo llegaban de visita, lanzaban el sombrero en cualquier dirección y siempre encontraban un cuerno donde reposar, decían las malas lenguas, sobre todo la del mordaz Jeremías, el barbero del pueblo.

Dolores sabía que Enrico tenía razón al criticar la doble moral de los curas, monjas, obispos y cardenales. Pero de nada serviría darle la razón, pues él de todos modos continuaría atacando sin tregua y sin descanso a la Iglesia Católica Apostólica y Romana, a los bautistas, protestantes, mormones, testigos de Jehová, ortodoxos, musulmanes y budistas. Era por así decirlo «su gran guerra santa». Pero así como podía discutir con el padre Augusto hasta sacarlo de sus casillas, no tenía ningún inconveniente en reparar las goteras del techo de la destartalada iglesia. Y aunque el tañer de las campanas domingueras lo sacaba de quicio, Enrico era el único en el pueblo capaz de subirse al campanario y engrasar el eje de las campanas.

Enrico como buen comunista estaba bien informado de lo que acontecía en el mundo entero. La vieja radio RCA-Víctor, decía él, era la vocera que lo mantenía al tanto de las noticias. Corrían los años cincuenta y un grupo de revolucionarios barbudos luchaban en los montes de Cuba por derrocar a la dictadura de Fulgencio Batista. Dolores no entendía de política, pero Enrico le había explicado que algún día los pobres triunfarían y que no habría más patrones con latifundios.

Dolores se puso de pie y pensó cerrar la ventana, pues la noche se había puesto de pronto fría y temía pescar un resfriado. En su estado no podía permitírselo. Observó la luna en todo su esplendor, grande y plateada, y su pálida luz la bañó en cuerpo entero. Se sintió fuerte y feliz de llevar en sus entrañas al hijo deseado. Pensaba que sería grande y fuerte, pues por algo pesaba tanto el condenado. Segura estaba que sería varón, así se lo había pronosticado Dominga. Tampoco podía defraudar a Enrico, quien guardaba la esperanza que fuera un hombrecito. Aunque él no lo decía abiertamente, ella lo sabía. Muy comunista podía ser Enrico, pero el lastre de la ideología dominante todavía lo sorprendía a cada rato.

Diciembre llegaba a su fin y el pueblo entero se preparaba para recibir el año nuevo. Dolores sintió un picotazo en el vientre. Tan fuerte había sido el dolor que tuvo que sostenerse en la mesa para no caer al piso de madera. Un sudor frió cubrió su frente y sus manos blancas solamente pudieron palpar aquel vientre hinchado que amenazaba con estallar. Tomasa, la criada, al verla pálida y respirando de a poquito, se asustó tanto que lo único que se le ocurrió fue exclamar un sonoro: ¡Don Enrico!

Enrico entró violento y asustado, pues sabía que la hora cero había llegado. Minutos antes había escuchado las noticias y al enterarse del triunfo de los revolucionarios cubanos pensó invitar a todo el pueblo a beber vino tinto y cerveza. Ahora, la fiesta sería más grande e importante. Pero primero había que hacer las de partero.

Dolores lo miró con ternura, él la tomó en brazos y la condujo a su alcoba. Mientras tanto, Tomasa aún nerviosa y tiritona, calentaba agua en el fogón. Los dolores aumentaban y cada segundo que pasaba le parecían a Dolores una eternidad. Sintió como la bolsa amniótica se rompió e instintivamente comenzó a respirar profundo.

Enrico tomó en sus brazos a su primogénito, quien por causas obvias e históricas, recibió el nombre de Fidel. Minutos más tarde, doce para ser exactos, Dolores dio a luz a su segundo hijo. Inmediatamente Enrico lo bautizó con el nombre de Ernesto. Cinco minutos después del segundo, Tomasa recibía al tercer crió de Dolores. Enrico pensó, que si bien era cierto que en la revolución cubana todavía había patronímicos de guerrilleros a escoger, también pensó en Dolores y en la fe cristiana que profesaba. Aunque, Camilo le gustaba, decidió llamar al tercer hijo, simplemente Jesús. De todas maneras, él se encargaría de educarlos como ateos y comunistas. Y por otra parte, era una forma de asegurarse, en el caso de la existencia del eterno, un lugarcito en el Paraíso. Pero esto era un secreto que no lo comentaría con nadie. Enrico celebró el nacimiento de sus tres bisoños y el triunfo de la revolución cubana muy feliz y contento hasta emborracharse. 1959 había comenzado con buen augurio.

Continuará…

Roberto Herrera 08.03.2011

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