XIX. Gramsci y la granada de mano
En el cuarto de la casa-cuartel de las fuerzas especiales selectas, de
paredes pálidas y teñidas con cal y cuya única ventana daba al patio donde se
izaba todas las mañanas la bandera roja de las FPL, conversaban amenamente
Felipito, Juancito y Jorge. Un par de chuchos escuálidos escuchaban indiferentes
la tertulia de los guerrilleros. La mesa de discusiones, vieja y rudimentaria, servía
además, de comedor y mesa de dibujo. Una banca larga y ancha hacía las veces de
asiento y cama a la vez. Jorge se encontraba sentado a la derecha de Felipito
con la ventana a sus espaldas. Enfrente fumaba despreocupado Juancito. En el
corredor de la casa descansaban los comandos de las FES. En una esquina, a
guisa de volcán enano, se encontraban apiñados cientos de verdes y deliciosos
aguacates en estado de maduración. Los fusiles M-16 también se encontraban descansando
en las paredes frías de aquella habitación: eran los trofeos recuperados en el
Barrancón[1]. Las mortales granadas
caseras también se encontraban en un rincón formando una especie de altarcito.
Juancito y Jorge conversaban sobre las diferentes teorías marxistas,
mientras Felipito, el jefe de las FES se entretenía con su arnés.
– "...resulta, decía Juancito, que Gramsci fue uno de los teóricos del
marxismo-leninismo más sobresalientes entre 1920 y 1930. No es tan conocido
como Lenin, pero es importante conocer sus pensamientos.
Jorge, quien no tenía una formación marxista profunda y además acostumbrado
a los “manuales revolucionarios”, sabía muy poco, casi nada, del revolucionario
italiano.
– ¿Cuál fue su aporte teórico? – preguntó.
– La importancia de Gramsci, entre otras cosas, contestó Juancito de tal
forma que pareció como sí hubiera estado esperando la pregunta, radica en el
hecho que fue el único que estudió la relación dialéctica entre la superestructura
y la infraestructura. Es decir – continuó – fue el teórico de la ciencia política,
de las relaciones entre la sociedad civil y el Estado, de la lucha por la hegemonía
del proletariado y la conquista del poder, de las relaciones ético-morales del
individuo con el desarrollo histórico de las relaciones económico-políticas. Gramsci
estudió a fondo además, la función de los intelectuales y el partido político. Aparte
de haber hecho mucho énfasis en la lucha ideológica, en la discusión, el estudio
y la cultura.
– ¿Qué piensas de la “mística revolucionaria”? – preguntó Jorge.
– Bueno, la “mística” es la antípoda de la conciencia revolucionaria. Es la
actitud ciega y mecánica frente a la vida...
De pronto se escuchó en el cuarto el estallido como de un petardo.
– ¡Ay! – gritó asustado Felipito, al mismo tiempo que soltó la granada
industrial de fragmentación.
La granada activada cayó a un metro de distancia entre el jefe de las FES y
Juancito, formando un triangulo equilátero, en el cual la granada era el ángulo
superior. Felipito se dirigió en dirección a la “puerta”, que era un pliego de
plástico transparente, mientras Juancito se puso rápidamente de pie, Jorge se
levantó violentamente y buscó también la salida. EI sonido sordo de la explosión
se escuchó retumbar en toda la casa.
Solamente segundos, nada más que seis segundos. EI tiempo enano se vistió
de polvo y humo. Detrás de Jorge la muerte reía burlona nuevamente, despidiendo
olor a pólvora, al mismo tiempo que la madre tierra extendía sus tentáculos. ¡Tumba
universal!
Esquirlas de acero ardiente volaron en el cuarto como bólidos infernales.
Jorge fue lanzado contra la pared. Se tocó la cabeza, las manos, las
piernas. ¡Estaba vivo! Salió inmediatamente de la habitación y vio a Manuelón cargar
a Felipito en sus brazos. Los comandos, aún atónitos observaban mecánicamente
los sucesos sin comprender lo que había ocurrido.
Leves gemidos se oyeron en el cuarto, pero las nubes de polvo impedían ver
con claridad.
– ¡Por la gran puta! Saquen a Juancito – gritó Jorge.
Un bulto se removió en el suelo. Rafael y Tino entraron velozmente. Jorge rompió
de un tajo la camiseta humedecida por la sangre de Juancito. Las pupilas
dilatadas, la mirada vacía fijada en el techo junto a la respiración forzosa presagiaban
la muerte.
– ¡Juancito no te mueras! – sollozaba Jorge.
Las lágrimas de Jorge resbalaban por el pecho del moribundo. Los minutos transcurrían
lentos. Juancito cerraba y abría los ojos constantemente como temiendo quedarse
en las penumbras. Por un instante concentró la mirada en Jorge, que estaba
arrodillado junto a él. Había en su mirada un deseo de vivir. En ese entonces,
una mueca salió de sus labios con sabor a sonrisa.
Juancito no murió aquel día, gracias a la rapidez con que el equipo medico
hizo acto de presencia en el lugar del accidente. Benito le administró suero.
Seguidamente colocaron a Juancito en una camilla improvisada y lo trasladaron al
hospital para operarlo. De pronto, Jorge se percató de sus muñecas y observó
que sangraban. EI fuerte dolor en la cadera y en la pierna izquierda le
dificultaban caminar. Tenía una esquirla incrustada a la altura del riñón izquierdo
y otra en la pantorrilla. Las muñecas y las manos estaban llenas de pequeñas
partículas grises que parecían granitos de arena.
En otra camilla transportaban a Felipito, quien tenía toda la espalda
ensangrentada y el calcañal derecho totalmente desgarrado.
Pero Juancito era el que estaba en peores condiciones. Tenía la parte
derecha del cuerpo totalmente llena de agujeros de diferentes tamaños. Una
esquirla de centímetro y medio de largo se encontraba alojada en el pulmón
derecho. La hemorragia interna le dificultaba la respiración. Hubo necesidad de
intervenir quirúrgicamente para evitar la coagulación. Benito, asistido por
Yoel, el médico internacionalista, operó con todo éxito a Juancito.
La lesión de Juancito resultó más grave de lo que parecía. El proceso de
recuperación del pulmón transcurrió muy lento, debido a las constantes
punciones a que se vio sometido para extraerle el agua acumulada en los
lóbulos. La lesión en la pierna lo obligó a caminar con bastón. Juancito fue
dado de baja en las FES y pasó a formar parte del contingente de lisiados de
guerra. Sobre el accidente nunca se volvió a comentar nada, ni la Comandancia
exigió una explicación. La única explicación plausible fue que Felipito había
prestado su arnés a un combatiente de las FES. Probablemente el guerrillero
durante el combate le quitó la anilla de seguridad a la granada y la colocó
nuevamente en el arnés, sin informarle posteriormente a Felipito.
XX. La subzona tres
Ya recuperado de las heridas y de los efectos demoledores de la onda
expansiva, Jorge se presentó ante Neto.
– ¿Cómo te sentís? – preguntó el larguirucho jefe de operaciones.
– Aún me duele todo el cuerpo, pero estoy bien.
– ¿Estás en condiciones de realizar una tarea en la “tres”?
– ¡Claro que sí! – respondió Jorge de inmediato. ¿Qué tengo que hacer?
– Hay un soldado que desertó de El Paraíso. Tenés que interrogarlo y de
paso le enseñas el método a Ernesto. Felipón te informará con más lujo de detalles
acerca del ex soldado.
– ¿Cuándo tengo que partir?
– Hoy mismo. Preguntále a Ramiro a qué horas salen “los correos[2]” para la “tres”.
La subzona tres comprendía la zona occidental del departamento de
Chalatenango. La región, ganadera por excelencia, estaba partida por la
carretera Troncal del Norte, la segunda vía en importancia en todo EI Salvador.
Unía la capital salvadoreña con la frontera hondureña. EI intercambio comercial
entre los dos países rodaba diariamente por esa calle. Históricamente las
relaciones entre ambos países habían sido relativamente normales, hasta el día
en que los cantos guerreros de ambas oligarquías soplaron en la región. La oligarquía
salvadoreña quiso imponer por las armas sus intereses geopolíticos a lo largo
de la frontera con Honduras. El conflicto antiguo fronterizo se vistió de
camiseta de fútbol en 1969 y la guerra injusta de expansión de la oligarquía
cafetalera salvadoreña fue conocida en el mundo como la “guerra del fútbol”. La
clase dominante salvadoreña supo utilizar exitosamente la coyuntura deportiva
para manipular ideológicamente al pueblo salvadoreño y a los partidos
políticos. EI falso nacionalismo hinchó los pechos de odio y de expansionismo del
pueblo salvadoreño. EI eco de los parlantes aún rebotaba en las paredes de la
Universidad Nacional. Era el llamado del partido comunista a defender la Patria.
EI estudiantado fue incitado a empuñar las armas en contra del fantasmagórico
ejercito invasor catracho. Se trataba de la “Gran Guerra Patria” del pueblo salvadoreño.
Mientras los dirigentes estudiantiles se desgarraban el “güergüero” agitando a las masas y ensalzando el heroísmo y la valentía
de la soldadesca guanaca y sus jefes militares; la gran oligarquía salvadoreña
se frotaba las manos y disfrutaba soñando con conquistar nuevas tierras y
sojuzgar al Estado catracho[3].
La izquierda tradicional salvadoreña apoyó la guerra genocida e hizo mutis por el foro, cuando se supo que las
hordas salvajes comandadas por el “Chele Medrano” y el “Diablo Velázquez” – dos
militares de extrema derecha –, habían masacrado, robado y ultrajado al pueblo
hondureño. EI apoyo retórico, a lo mejor oportunista del Partido Comunista
Salvadoreño (PCS) quedaría como una sombra, como una mancha imborrable en los
anales de la izquierda organizada de aquellos días. Situación compleja y
contradictoria que provocó al interior del Partido Comunista salvadoreño una
intensa lucha político-ideológica que culminó con la renuncia de varios
miembros del partido, incluyendo su secretario general, Salvador Cayetano
Carpio, el legendario Comandante Marcial.
1969 había quedado muy atrás, ya no había guerras de fútbol. Ahora, ambas
oligarquías, unidas con sus respectivos ejércitos se enfrentaban al pueblo
salvadoreño, en una guerra que no era de expansión, sino una guerra verdaderamente
justa de un pueblo oprimido y explotado.
Jorge se dirigió al campamento de la FES a prepararse para el viaje. Tenía
por delante por lo menos doce horas de marcha nocturna en un territorio controlado
y patrullado por el enemigo. Limpió el M-16 que días atrás había heredado de
Yito, quien había resultado herido en la emboscada de “Los Corrales”.
A las cinco y media de la tarde un jovencito preguntó por Jorge. Se trataba
deI “correo” que lo iba a acompañar en el viaje.
– ¿Ya comiste? – preguntó Jorge.
– Todavía no – contestó el joven.
– Esperemos unos veinte minutos, así nos vamos comidos. ¿Qué te parece?
El mensajero no se hizo rogar. Gustoso aceptó la propuesta de Jorge. La cena
les sentó muy bien. En esa época del año los aguacates se cosechaban en “cantidades
industriales”, ya que la situación de no permitía la explotación y
comercialización particular y privada de tan exquisita fruta tropical por parte
de los propietarios de las fincas del norte de Chalatenango.
Un aguacate maduro, acompañado de un plato de frijoles sancochados y una
tortilla recién salida del comal, ponía de buen humor hasta el más apático y
flemático guerrillero.
Durante la marcha, el mensajero le ponía “color” a la conversación.
– La cosa esta jodida – comentaba. EI enemigo está patrullando constantemente
los corredores logísticos. Hace un par de días pusieron una emboscada cerca de Los
Prados...
Jorge guardaba silencio y los comentarios se los reservaba para sí mismo:
Con el tiempo, había aprendido a diferenciar el trigo de la paja. Sabía que el
correo tenía razón. Era conocido que el enemigo patrullaba diariamente la zona
comprendida entre La Laguna (ciudad) -Comalapa-Dulce Nombre de Maria.
Era de noche cuando llegaron al campamento de La Montañita, donde meses atrás
había llegado con los bofes a flor de labio, después de su primera caminata en
la montaña guerrillera.
– ¿Siempre estuvo el campamento en este lugar? – preguntó Jorge, asombrado
de no recordarlo así.
– No. Antes de la ofensiva estaba en otra parte – contestó Héctor, el más
parlanchín de todos los correos de la sección de Operaciones.
– ¡Claro! Con razón no reconocí el lugar.
Habían llegado en el justo momento en que servían la cena. Los guerrilleros
formados en fila india sostenían en sus manos los platos de poliestireno,
impacientes por recibir el pedazo de carne de vaca cocida.
EI campamento donde estaban era la base de la guerrilla de La Montañita y servía
como cordón de seguridad al campamento principal de La Laguna. En la montaña
todos eran guerrilleros. Sin embargo, había diferentes tipos de “guerrilla”:
las Unidades de Vanguardia (UVN), Fuerzas Especiales Selectas (FES) y las
columnas guerrilleras.
Desde el punto de vista cualitativo y del potencial táctico-operativo, las
UVN y las FES constituían la columna vertebral del ejército popular. La
guerrilla miliciana por su parte, contaba con medios de guerra de menor calidad
y potencia de fuego, y cumplía papel de apoyo a las unidades regulares del ejército
guerrillero. Las milicias populares abastecían con sus mejores cuadros a las
columnas guerrilleras, las que a su vez representaban la cantera de las UVN y
las FES. Todas ellas en su conjunto conformaban las Fuerzas Armadas Populares
de Liberación-Farabundo Martí, que era la estructura político-militar de las
FPL-FM.
En las fiestas, la diferencia táctico-estratégica entre las distintas estructuras
militares se hacía sentir marcadamente. Muchas de las compitas preferían bailar
o tener un novio que fuera miembro de las UVN/FES.
Los guerrilleros de La Montañita también tenían su historia. Muchas veces habían
contenido el avance de las tropas del batallón Sierpes del cuartel de Chalate. También
ellos eran buenos combatientes. En La Montañita pasaron la noche. Al atardecer del
día siguiente Jorge y Héctor continuaron la marcha. Pedro, un correo de La
Montañita, se unió al grupo. Héctor eligió el camino más corto para llegar al
campamento del Jocote, pero a la vez el más peligroso, puesto que el patrullaje
enemigo era más intenso. Jorge no comprendía las razones que motivaban a Héctor
a caminar por la calle y no como era costumbre, por veredas y a campo traviesa.
– Metámonos al monte – sugirió Jorge.
– No se preocupe, compita, no hay pedo! – respondió Héctor.
De pronto se escuchó el ruido de un vehículo pesado. Era el motor de un camión
militar.
– ¡Te das cuenta, cabrón! – reclamó molesto Jorge. “Vale verga! ¡Vámonos
mejor por el monte! – ordenó.
La noche los sorprendió en las cercanías de un caserío donde Pedro
aseguraba que había una tienda.
– Toma cinco pesos – dijo Jorge. Compra pan, cigarros y gaseosas.
Pedro se alejó rápidamente del lugar donde se encontraban descansando. Media
hora después regresó sin pan ni gaseosas ni cigarrillos. Había conseguido
solamente – eso es lo que dijo – unas tortillas añejas y un pedazo de queso.
– ¿No compraste nada? – preguntó Jorge.
– No tenía ni mierda el maistro –
contestó. Lo único que tenía eran charamuscas[4].
¡Compré tres pesos!
– ¡Tres pesos de charamuscas! – exclamó asombrado Jorge, sin hacer ningún
comentario acerca del asalto a mano desarmada del que había sido víctima, o
bien Pedrito, el avezado y avispado mensajero o él mismo.
Jorge, que había olvidado el sabor de las charamuscas, disfrutó con placer los
helados. Aunque el precio por un poco de agua congelada con sabor a piña le
pareció muy excesivo.
– Compa ¿Podemos fumar?, preguntó Héctor.
– ¡Por supuesto! – contestó Jorge, entregando un cigarrillo a cada uno.
Los tres puntitos rojos delataban la presencia de los tres guerrilleros; sin
embargo, se sentían protegidos por las paredes de un barranco. De vez en
cuando, una luciérnaga macho se acercaba al punto rojo creyendo haber
encontrado una hembra.
Ni el frío de los helados había podido apagar el fuego ardiente de los
pensamientos eróticos. La cercanía de la civilización le había alebrestado las
hormonas. Las imágenes de hembras desnudas y amadas en tiempos pasados se
sucedían como una película en cámara lenta. Nombres y rostros volaban como
meteoritos en el espacio infinito de su mente. Se alejó por un momento de los
correos. Enfrió los deseos carnales con movimientos fríos y mecánicos. EI sabor
de la hembra provocadora le invadió el cerebro. EI beso incitante, el calor del
cuerpo femenino quemando la piel, la respiración contenida que asfixia, los
susurros, los mordiscos. Los movimientos armónicos de la mano derecha eran
incapaces de sustituir la realidad del coito con una mujer. Después de
masturbarse, sólo quedó el vacío y la sensación permanente de querer explotar
como volcán. De querer meterse en los poros humedecidos por el deseo, de
conservar en su mente el deseo carnal y el perfume de esa mujer de fantasía,
que en esos momentos de soledad montuna había representado a todas las mujeres
que conocía y al mismo tiempo a ninguna. La soledad y la tristeza, abrazadas
como hermanas gemelas solas quedaron en el silencio de la noche.
Después del descanso, los guerrilleros continuaron la marcha. De pronto, se
escuchó una balacera. Instintivamente se lanzaron de bruces al suelo y buscaron
mejores posiciones. Héctor se acercó a la carretera y oteó el terreno. A lo
lejos se escuchó el motor de un camión. A los pocos minutos pasó el vehículo
repleto de soldados que gritaban y reían.
– Tal vez se trata de una invasión a la “Tres” – comentó Jorge
– ¡Quién sabe!– contestó Pedro.
La respuesta ambivalente del joven campesino no aportó mucho al esclarecimiento
de la situación operativa.
Héctor llegó corriendo al sitio donde aguardaban Pedro y Jorge.
– ¿Qué hacemos, compa? – preguntó Héctor.
– Yo pienso que sería mejor que nos regresáramos – se apresuró a contestar
Pedro.
– Yo también pienso lo mismo – comentó Jorge.
– Puta, pero sí no llego al Jocote, Felipón se va a emputar conmigo!– exclamó
Héctor, más preocupado por la reacción del jefe de la subzona tres, que de una
eventual invasión en la zona.
– ¡Vale verga, Felipón! No te das cuenta que no sabemos lo que ha pasado.
No te preocupes, yo asumo la responsabilidad – interpuso Jorge.
Temprano en la mañana, después de haber camino durante toda la noche, llegaron
al campamento de La Montañita. Llegaron a la hora de la comida, como suelen
llegar las visitas inesperadas a las fiestas. Los tres “paracaidistas”, desayunaron
y continuaron en dirección a La Laguna. Al llegar al campamento principal, Jorge
se presentó ante Netón y le explicó las razones del regreso.
XXI. Manuelón, el valiente guerrillero que cayó del cielo azul salvadoreño
– Felipito, mándeme a mí también – propuso Jorge.
– ¡Pero si usted recién viene llegando de la tres!
– No importa. No estoy cansado. Yo sé que voy a aguantar – dijo tratando de
convencer al jefe guerrillero.
AI mediodía, Jorge recibió la orden de Felipito de presentarse ante Ramiro para
recibir nuevas instrucciones. EI Comandante Dimas había aprobado la
participación de Jorge en la escuadra de exploración de las FES. Jorge rebozó
de alegría cuando escuchó la noticia. En el local de Ramiro se encontró a
Juancito, quien se reponía lentamente de la herida en el pulmón y al “caballo
Memo”. Juancito se apoyaba en un rústico bastón de madera de guayabo. La pálida
tez delataba la pérdida de sangre. Nada de bueno tenía el aspecto de Juancito.
Necesitaba salir con urgencia del frente y ser atendido por especialistas.
Diariamente, Yoel le introducía una sonda para extraerle los coágulos de sangre
que se asentaban en el pulmón. Un procedimiento terriblemente doloroso. Dolía a
simple vista.
– Mira, “Pelao”, lo que tenís que
hacer – dijo Ramiro –es dibujar exactamente todo lo que podai ver.
– ¿Qué es lo que tengo que dibujar? – preguntó.
– Eso no te lo puedo decir – contestó Ramiro.
Memo se encargó de explicarle el funcionamiento de la cámara fotográfica
que llevaría también consigo durante la misión.
– Entendiste, “Pelao”? – preguntó Memo, quien gozaba provocando a Jorge.
– ¡Pensai que soy huevón, conchetuma!
– La verdad, que sí – respondía Memo, al tiempo que se largaba a reír. No tinojís, Pelaíto, ¡estoy hueviando nomás!
Por razones de seguridad, Ramiro no dio a Jorge mayores explicaciones. La
disciplina militar consciente era la garantía del éxito en la guerra.
– La amistad es la amistad, la guerra es la guerra – dijo riéndose el Tío Ho,
como cariñosamente llamaban también a Ramiro.
La escuadra de exploración estaba formada por Manuelón –eI jefe –, Tino,
Moris y Jorge. Habían transcurrido apenas unas horas, desde que Jorge había
regresado al campamento, cuando la escuadra de las FES marchó rumbo a la
subzona tres.
Antes de partir, Manuelón recibió de Felipito las últimas instrucciones. Con
el dinero recibido, comprarían los alimentos que necesitaría en el camino para
cumplir la misión. Moris asumiría el papel de guía. Por ser natural de la zona,
conocía mejor que nadie el terreno. Sastre de profesión, había abandonado el
taller, la mujer y los hijos para incorporarse a la guerrilla. Era callado y
poco amigo de las bromas, sobretodo, las de Manuelón.
– ¿Verdad, Jorge, que Moris se parece a Nelson Ned? – preguntó riéndose
Manuelón.
– Ja,ja – rio también Jorge haciéndose cómplice de Manuelón.
– No se enoje, Moris. Si Nelson Ned es un famoso cantante brasileño. ¿Verdad,
Jorge?
– ¡A mí me vale verga eso! – contestó Moris molesto.
A Moris no le interesaba parecerse a nadie. EI se sentía feliz con lo que
era: un sastre guerrillero, hilvanador de futuros.
Tino, que también era callado gozaba en silencio las bromas de Manuelón y Jorge.
– ¡Jorge! Cante la canción aquella – sugirió Manuelón, al tiempo que le
guiñaba un ojo.
– ¿Quién es la mujer más linda...? – cantó Jorge, dándole a la melodía el
ritmo de cumbia.
–...Tina, Tina, Tina... – respondió cantando Manuelón.
– Estos cabrones que joden – comentó Tino sin ocultar una sonrisa.
Tino jamás se enfadó con Jorge; al contrario, le gustaba conversar con él,
sobre todo cuando se trataba de mujeres.
En pocas horas llegaron al lugar conocido como La Hacienda. El terreno
estaba cubierto de pinos y el pasto verde entonaba con los árboles de guayaba.
En un árbol colgaba un rótulo que rezaba: "Prohibido cazar. Propiedad
privada". Era el recuerdo del pasado. Estas tierras pertenecían ahora al
pueblo. Aun cuando ya en la montaña no había mucho que cazar. Todos los
animales habían emigrado a las montañas hondureñas aterrorizados por las bombas
de 500 libras arrojadas por los aviones y helicópteros de combate de la Fuerza
Aérea salvadoreña.
Monos, venados, cotuzas, pájaros, conejos, cusucos y pumas, todos ellos se
encontraban en el exilio, al otro lado del Sumpul.
En La Hacienda se encontraba acampado el pelotón uno al mando de Marvin. Allí
pasaron la noche entre bromas y chistes.
– ¿Saben ustedes? – preguntó Jorge. ¿Por qué a los chilenos y argentinos
les dicen gallos…?
– No, respondió Manuelón.
– Porque siempre dicen: ¡Y kiiikiiriiiís kiii haga!
– Ja, Ja, Ja – rio Manuelón tocándose el estomago.
– ¿Saben ustedes en que lugar de la casa prefería Jackeline hacer el amor después
de casarse con Onassis? – volvió Jorge a preguntar a la audiencia guerrillera.
– ¡No!– respondieron en coro.
– En el suelo – contestaba Jorge a punto de largarse a reír. ¿Saben por
qué?
– No.
– ¡Para sentir algo duro!
– Jua, jua, jua, jua!
La risa de los guerrilleros llenaba el ambiente de La Montañona, llamada
así para diferenciarla de la Montañita. La luna permitía ver al fondo la sombra
del famoso Volcancillo, la parte más alta de esa zona.
Al atardecer del día siguiente continuaron la marcha. A las nueve de la
noche llegaron a Los Prados. Tino y Moris se encargaron de la seguridad.
– Venga conmigo – dijo Manuelón dirigiéndose a Jorge.
Llegaron a una casa. Manuelón tocó la puerta. Nadie respondió el llamado.
Insistió nuevamente. Esta vez tocó más fuerte.
– ¿Quién es? – preguntó una voz débil de mujer al otro lado de la puerta.
– Somos compas[5]
– contestó suavemente Manuelón. ¿No tiene comida que nos venda?
– Hoy no tengo nada – respondió la anciana sin abrir la puerta. Tal vez los
de enfrente tengan algo de venta – dijo.
Tocaron en la otra puerta. EI mismo diálogo. Las mismas preguntas y las
mismas respuestas. Jorge había perdido ya la esperanza de comer pan con
gaseosa. Tocaron en otra puerta. La voz del campesino preguntó por la identidad
de los visitantes nocturnos.
– Somos compas – repitió Manuelón.
– Esperen un momentito – contestó el hombre.
Una extraña sensación invadió a Jorge al estar entre gente de vida normal. Manuelón
aprovechó la oportunidad para propagar el mensaje guerrillero. Como Manuelón era
un poco tartamudo, las explicaciones políticas se alargaban más de lo normal.
– “No…no…no…nosotros…que…que…queremos una…papa…papa…patria mejor..” – decía
con mucho esfuerzo, al tiempo que Jorge terminaba de beberse la segunda
gaseosa.
Se hartaron de pan y gaseosas. Manuelón pagó todo lo consumido por los
cuatro guerrilleros y las demás cosas que habían comprado.
AI pasar por un ranchito una voz los detuvo.
– Compitas, vengan, ¿no quieren una tortillita con frijoles?
De la oscuridad salió una mujer con un niño en brazos y les entregó un
tarro lleno de frijoles, tortillas y queso.
Cuando Manuelón quiso pagarle, la mujer rechazó tajantemente el dinero. Era
el apoyo clandestino del pueblo, era la solidaridad campesina traducida en un
pedazo de tortilla y queso. A Jorge este gesto fraterno y solidario lo conmovió
profundamente, pues era la primera vez en su vida que recibía comida de una
persona extraña.
– ¡Qué gente más vergona! – comentó.
– Siempre es así – intervino Manuelón. La gente nos apoya con lo que puede.
A las nueve de la mañana llegaron al campamento del Jocote.
– Allá arriba está el Candelero – señaló Manuelón con el dedo las
elevaciones aledañas.
– ¡Puta que cerquita! – exclamó Jorge con ironía.
Manuelón se reportó ante Filepón.
AI jefe militar tampoco le gustaban las bromas. Alto y delgado, caminaba un
poco inclinado hacia adelante. Usaba una boina negra al estilo del Che Guevara.
En todos los lugares se le conocía como Filepón, por lo amargo y parco de su carácter;
además, para diferenciarlo de Felipito, el jefe de las FES. Así como Netón,
Felipón también pertenecía a la estirpe de los duros. Ambos tenían fama de ser
Marcialistas a ultranza. Sin embargo, en el Apolinario Serrano no había jefe
militar blando. Con el tiempo, Jorge aprendería que en efecto todos los marcialistas eran “duros”, pero también,
que no todos los “duros” eran marcialistas.
Jorge aprovechó la estadía en el Jocote para interrogar al soldado desertor
y enseñar el método a Ernesto, subalterno de Ramiro en esa zona. Al final de los
interrogatorios, Jorge había elaborado un croquis detallado del cuartel de EI
Paraíso, sede del batallón élite Atonal.
A Ernesto se le asignó la tarea de servir de guía a la escuadra de la FES
por los caminos y veredas de la zona.
Faltaban aún muchos kilómetros por recorrer en un terreno infectado de
bandas paramilitares. EI cielo comenzó a ennegrecerse. Las gigantescas nubes desplazándose
lentamente por los cuatro puntos cardinales presagiaban una feroz tempestad. En
un santiamén, los cinco guerrilleros quedaron cercados estratégicamente por los
negros nubarrones.
Jorge extrajo de la mochila el impermeable azul ADIDAS, seguro de la
calidad del producto made in Germany.
En cuestión de minutos estaba empapado desde la coronilla hasta la punta del dedo
gordo. EI impermeable teutón sucumbió bajo la furia de la tormenta tropical.
Las veredas se transformaron en ríos, los ríos en violentas corrientes de lodo
y árboles, y los llanos en enormes lagos. Parecía el diluvio universal. Llovía
a torrentes aquella tarde de mayo. El lodo y la arena dificultaban la marcha. De
nada servía detenerse a limpiarse las botas, tampoco podían buscar refugio pues
se encontraban en territorio enemigo. AI atardecer, dejó de llover. Atravesaron
un potrero donde pastaban vacas y terneros.
– Cuando regresemos podríamos llevarnos unas cuantas – sugirió Jorge.
– Vamos a ver – contestó Manuelón.
Las vacas, al detectar la presencia guerrillera, huyeron temerosas. Las ubres
hinchadas de leche se movían de un lado a otro y sí de bronce hubieran sido,
hubieran repicado alegremente.
– Te das cuenta que las vacas no son tan vacas! – comentó Manuelón en son
de broma.
El frío calaba hasta los huesos. Los pies chapoteaban en el interior de las
botas. En las riberas del río Grande de Tilapa se detuvieron a cortar maíz. El
sabor dulce de los granos tiernos enriqueció el paladar. Buscaron el lugar más
apropiado para atravesar las turbias aguas del rio. Con el agua hasta la cintura
cruzaron el obstáculo natural. La gran correntada aún no bajaba de las alturas.
Al anochecer, llegaron a los alrededores de un caserío. Atravesaron una
plantación de yuca. Los perros, al sentir la presencia de los guerrilleros,
comenzaron a ladrar furiosamente. Caminaron unos minutos sobre la calle para
ganar un poco más de tiempo. A la derecha estaba ubicado el caserío Los Martínez,
más al fondo se distinguían las luces de la ciudad de Tejutla.
Al amanecer llegaron al objetivo militar. A setecientos metros se encontraba
el cuartel del Paraíso.
– Mire, Jorge – dijo Manuelón señalando con el dedo. Allá arriba está el
campamento del Izotal; en caso que choquemos con el enemigo y nos tuviéramos
que separar, lo único que usted tiene que hacer es caminar en dirección de las
montañas.
"...Vale verga... – pensó Jorge al percatarse que las elevaciones que
señalaba Manuelón estaban a más de quince kilómetros de distancia.
Los cinco guerrilleros avanzaron encorvados corriendo entre los arbustos
hasta llegar a un lugar, donde el follaje los ocultaba de la mirada de los
centinelas. Como las iguanas, fueron arrastrándose por un terreno plagado de
espinas. Ninguno se quejó de los continuos pinchazos de la zarza. Todo el
organismo obedecía a una sola orden: avanzar hacia el objetivo sin ser
detectado por el enemigo. Lo contrario podía significar la muerte. EI sudor del
cuerpo se pegaba a los uniformes. La tensión se dibujaba en los rostros de los
guerrilleros. Los músculos faciales se encontraban en un estado de inercia
total, solamente la lucidez de los ojos indicaba que los cuerpos que raptaban
se encontraban con vida. En el cerebro no había cabida para el pánico.
Se ocultaron bajo la maleza a trescientos metros de distancia de la cerca metálica
que circunvalaba el cuartel.
– Venga conmigo – ordenó Manuelón dirigiéndose a Jorge. ¿Usted ya sabe cuál
es su misión, verdad?
– Sí – contestó Jorge.
Se acercaron a ciento cincuenta metros de la valla de acero.
– Aquí nos quedamos – dijo Manuelón.
Manuelón se subió a un árbol y observó el terreno que tenía ante sí. Después
de un par de minutos se bajó del árbol.
– Súbase y dibuje todo lo que pueda mirar.
Jorge trepó al árbol y comenzó a fotografiar y dibujar todas las
elevaciones a su alrededor. Seguía al detalle las instrucciones técnicas de
Memo. La mente se abría para permitirle al hipocampo memorizar todo aquello que
observaban sus ojos. Los prismáticos le permitían captar mejor las
particularidades del terreno y de las construcciones militares. EI cuartel del Paraíso
era diferente a la mayoría de los cuarteles. Parecía un campo de concentración
nazi. Los dormitorios de los soldados eran enormes pabellones dispuestos
paralelamente. Las paredes de ladrillo sostenían los techos de asbesto (duralita). Las casitas rojas, ordenadas
al pie de las elevaciones nororientales, parecían ser los depósitos de munición
que el exsoldado del Paraíso había mencionado durante los interrogatorios.
Jorge pudo comprobar en el terreno que la información entregada por el soldado
desertor correspondía al pie de la letra con la realidad.
De pronto, Jorge observó que a su derecha se desplazaba un grupo de soldados
vistiendo uniformes de campaña. Era el verde amarillento del batallón Atonal.
– Manuel, Manuel – alertó Jorge. Unos soldados vienen en nuestra dirección.
– Bájese rápido – ordenó Manuelón.
De un salto se subió al árbol y comprobó la información.
– Vámonos a la mierda de aquí – exclamó.
Rápidamente abandonaron el lugar.
Ocultos en la maleza, los cinco guerrilleros tomaron pociones de combate.
Afortunadamente, se trataba de un patrullaje de rutina. Para su buena suerte,
no habían sido detectados. EI resto del día transcurrió sin mayores percances y
los guerrilleros pudieron observar a sus anchas el territorio comprendido entre
el cuartel y sus alrededores. La topografía del terreno permitía el
acercamiento de grupos comandos a la zona del cuartel.
Al atardecer abandonaron el puesto de observación y se prepararon para emprender
la marcha rumbo al campamento el Higueral. Manuelón, como buen táctico que era,
ya tenía diseñada la idea para atacar el cuartel.
Nuevamente cruzaron las praderas donde pastaba pacientemente el ganado
vacuno.
– Llevémonos una – recomendó Tino a Manuelón.
La propuesta recibió el visto bueno del jefe de la exploración debido a que
el ganado no pertenecía a ningún campesino de la comarca, sino que eran
propiedad del Ministerio de Agricultura y Ganadería, tal cual rezaba en uno de
los carteles clavados en un portón.
Tino se acercó sigilosamente, con el propósito de lacear una de las vacas.
Al sentirlo aproximarse, las reses se asustaron y salieron corriendo en todas
las direcciones.
– ¡Vacas putas! – comentó Manuelón a carcajadas.
Jorge no paraba de reírse al ver a Tino dar una carambola en el aire y
aterrizar bruscamente en el pasto, mezcla de lodo y estiércol. Tino cayó de bruces
cuando intentó sorprender a los animales. Con tal mala suerte que en la
oscuridad no alcanzó a ver la raíz gigante de la ceiba que asomaba a flor de
tierra. Las vacas, ocultas tras el tronco mastodóntico de aquel árbol senil, mugían
en coro burlándose de los guerrilleros. Jorge miró de reojo a las intrusas sin
ocultar su disgusto.
La noche parecía como boca de lobo. Se encontraban en las proximidades del caserío
EI Tremedal. Ernesto recomendó avanzar por el riachuelo y así evitar ser
detectados por los paramilitares del lugar.
En el caserío vivía un colaborador de la guerrilla, el resto de la
población pertenecía a ORDEN, la asesina organización paramilitar fundada por
José Alberto “EI Chele" Medrano, “héroe” de la “guerra del fútbol” y
maestro de torturas de Roberto D'Abuisson.
Con el agua a las rodillas, el desplazamiento era milimétrico. Era necesario
ver con los ojos de los pies para no resbalarse en alguna piedra y perder el
equilibrio. A cien metros de la casa del colaborador, Ernesto salió del
riachuelo y arrastrándose a campo traviesa llegó hasta la casa. Al cabo de unos
minutos regresó con la buena nueva.
– Todo está tranquilo – dijo.
EI grupo avanzó lentamente siguiendo la luz que se escapaba por un hueco de
la ventana que, a guisa de faro luminoso, los conducía en el mar de las
tinieblas. Al llegar a la casa formaron una defensa circular.
Manuelón y Ernesto entraron a la casa. Jorge se quedó tiritando de frio en
el corredor de la casa. Colocando ambas manos en medio de las piernas, húmedas aún
por el agua del riachuelo, trataba de darse calor. No se escuchaba ninguna voz.
Sin embargo adentro de la casa, Manuelón realizaba las compras necesarias para
los días siguientes.
Hay momentos en la vida en que las cuerdas vocales se vuelven clandestinas,
silenciosas...
De pronto, ruidos culinarios conocidos irrumpieron en el ambiente. Se
trataba del crujir de la cáscara de un huevo al contacto con la orilla metálica
de un sartén y el chirriar del aceite caliente al recibir en su lecho los
pedazos de cebolla y tomate. EI olor agradable de comida caliente acarició
tentadora la mucosa nasal de Jorge y los receptores del sentido del olfato
comenzaron a trabajar a destajo.
– ¡Eh Jorge! ¡Tome! – dijo Manuelón entregando tres gaseosas y tres
paquetes de galletas rellenas Nabisco Cristal.
Una mancha negra se desplazó en el traspatio de la casa transportando las
golosinas. Con las galletas y las bebidas, a Tino y Moris la espera se les hizo
más amena.
En la cocina, el proceso culinario había concluido. Huevos revueltos,
frijoles y arroz fue el resultado de las peripecias de la experimentada
cocinera. La cena los llenó de más fuerza y energía. Todavía tenían muchos kilómetros
por delante.
De los víveres que Manuelón compró, los huevos era lo más difícil transportar.
Tino fue designado para realizar tan delicada tarea. Cada paso que daban en dirección
a las montañas disminuía los riesgos de chocar con alguna patrulla militar.
Una vez fuera de peligro, Manuelón ordenó ocultarse en el monte y
descansar. En ese lugar pernoctaron. En tres noches habían recorrido más de
cuarenta kilómetros, a travesando veredas y caminos ya olvidados por los
civiles. Cada cual sacó su cama de polietileno y la extendió en el suelo húmedo
sin preocuparse de las piedras, palos y bichos nocturnos.
– Jorge – dijo Tino – pregúntale a Manuelón si se puede fumar.
Manuelón había racionado el consumo de tabaco, de lo contrario las reservas
no alcanzarían para más de dos días y aún tenían semanas por delante. Para Jorge
no fue difícil convencer a Manuelón.
En el ambiente reinó un espíritu de alegría y satisfacción. Todos estaban agotados,
pero con buen humor. Durmieron profundamente.
Al otro día, Jorge fue el primero en despertarse. Aún no amanecía, pero ya
se escuchaba el trinar madrugador de los pájaros. EI revoloteo de su vuelo por
el cafetal anunciaba el inicio de otro día más en la montaña. AI llegar a las
radas del río Grande de Tilapa, Ernesto comentó que el enemigo acostumbraba a
emboscarse en esos lugares.
Realmente el lugar era ideal para emboscadas de aniquilamiento. La espesura
de la vegetación y el desnivel del terreno permitían pasar largas horas sin ser
descubierto a lo largo de la orilla. EI río representaba la frontera natural que
separaba a los guerrilleros del ejercito enemigo. Debido a la tormenta en la víspera,
el río estaba crecido.
Ernesto, conocedor del terreno, recomendó un lugar donde la profundidad
permitía cruzarlo sin mayor problema. ÉI fue el primero en salvar los obstáculos.
De un salto alcanzó una roca saliente, otro salto,... hasta llegar a la otra
orilla, donde detrás de una enorme piedra se apostó. Jorge fue el segundo en
cruzar el río. Orientándose por las huellas de Ernesto que aún se dibujaban en
las piedras salto también de piedra en piedra. Cuando todos se encontraron al
otro lado y después de haber comprobado la ausencia de peligro, se sentaron tranquilamente
a fumar y comer galletas. Tino, que estaba sentado junto a Jorge, tomó el M-16
con movimiento felino. Había sentido moverse algo en monte. Ernesto se paró y
se dirigió al lugar que señaló Tino. De los arbustos salió un guerrillero con
una melena que le colgaba sobre los hombros y vistiendo ropas de civil. Se incorporó
al grupo y también participó de las golosinas.
– ¿Querés fumar? – preguntó Manuelón reconociendo de antemano lo absurdo de
la pregunta.
– ¡Puta, compa! – dijo el guerrillero dirigiéndose a Jorge. ¡Por poquito me
lo quiebro! ¡Bien alineadito me lo tenía!
EI guerrillero – contó mientras disfrutaba del tabaco – se había ocultado detrás
de los arbustos al escuchar las voces de la escuadra de exploración. Al ver a Jorge,
más alto que el salvadoreño común, barbudo y vestido de .verde olivo, pensó que
se trataba de algún asesor gringo. Desde su posición no podía distinguir a Ernesto,
que era el único a quien conocía del grupo.
Al llegar al caserío del Higueral, habían dejado atrás más de cincuenta
kilómetros de marcha por terrenos hostiles. Jorge se quitó por fin las botas y se
sacó los calcetines. Tenía los pies curtidos y más hediondos que queso
Roquefort. Manuelón comenzó a rascarse los hongos de los pies y la sarna en la
cintura. La cara de placer, mezcla sado-masoquista, desaparecía cada vez que se
aplicaba el famoso “Mertiolate” con
un algo doncito.
– ¡Esa mierda no sirve para los hongos! – comentó Jorge.
– Pero es rico cuando le arde a uno – contestaba Manuelón sin dejar de
rascarse.
– Toma, ponte Canisten – recomendó Jorge entregándole un tubo de la crema
antimicótica.
– Y esta mierda, ¿también sirve para el “rasquín”? – preguntó preocupado
Manuelón.
– Sólo sirve para combatir los hongos. EI “rasquin” se cura con Escabisán.
AI cabo de unos días de encontrarse en el Higueral llegaron tres comandos más
de la FES, que traían un mensaje para Manuelón.
– ¡Compas! – dijo Manuelón. Felipito ordena que nos quedemos acá hasta
nueva orden.
EI grupo se componía ahora de ocho guerrilleros: siete de las FES y Ernesto.
Lo cual significó que las necesidades alimenticias había que satisfacerlas con
el poco de dinero que quedaba. Fue menester entonces, la buena administración
de los fondos para poder autoabastecerse, ya que de los pobladores de la zona
no podían esperar ningún tipo de ayuda material. EI Higueral estaba habitado
por un escaso grupo de familias y extremadamente pobres. Con excepción de un
par de guerrilleros mal armados, el resto de los habitantes del lugar era gente
de masa.
Manuelón y su tropa acamparon a cuarenta minutos del caserío, junto a un riachuelo
y lejos de las miradas curiosas do la población. La presencia de los comandos
de las FES en la zona occidental de Chalatenango era un secreto militar.
Jorge dedicó su tiempo a dibujar el mapa del cuarte. Diariamente se hacían exploraciones
y se sistematizaba la información obtenida. Manuelón conocía las leyes y
principios del arte militar, pero en asuntos de administración financiera era
una calamidad.
– En lugar de comprar huevadas
que no alimentan – recomendó Jorge, lo que deberíamos comprar es arroz,
frijoles, azúcar...
– Tiene razón compa – decía Manuelón dejando escapar una sonrisilla
inocente. ¡Pero es que son tan ricas las galletas!
El dinero se terminó muy pronto. La dieta obligada de caña de azúcar y
hojas de “quilite[6]”
sustituyó el arroz y los frijoles. Las calorías del azúcar de caña y el
contenido proteínico de las “carnosas” hoja verdes les permitieron soportar las
devoradoras garras del hambre extrema. Frente a tal situación que duró casi un
mes, los comandos comenzaron a protestar por la falta de alimentos.
– ¿Qué les pasa, camaradas? – preguntó Jorge. ¡Mis mejores mulas se me están
echando al suelo!
– Claro –intervino Manuelón. Ni siquiera él, que nunca ha vivido en el
monte, ha protestado.
– Mira, Manuelón, ¿por qué no vamos a requisar una vaca? – preguntó Jorge.
– Es muy arriesgado compa. Imagínese que los hijos de puta se den cuenta,
les va a extrañar…
Manuelón tenía razón. La gente de masa nunca realizaba ese tipo de
operaciones. Eso lo sabía el enemigo. Si detectaban movimiento militar
guerrillero en la zona, podían tomar medidas y dificultar así, sin saberlo, la
misión exploratoria de los comandos.
William se llevó el dedo a la boca en señal de guardar silencio. Lentamente, tomó
la carabina M-2 y se la colocó ritualmente en el hombro derecho. La culata de
madera se posó en el hueco debajo de la clavícula. EI brazo formó un ángulo de
noventa grados con el resto del cuerpo. Esa era la posición correcta. El
parpado izquierdo cayó como telón, permitiendo al ojo rector ubicar exactamente
los órganos de puntería. Todo estaba listo. El punto de mira ubicado
correctamente en el alza, formó una línea con el objetivo. William contuvo la respiración,
la primera falange del dedo índice tiernamente acarició el disparador. EI
disparo salió con sabor a almuerzo. El proyectil hambriento chocó con una ardilla
juguetona que, ignorante de la voracidad de los guerrilleros, había cometido el
error fatal de aproximarse demasiado. El cuerpo inerte del animalillo se
desplomó de acuerdo a las leyes de la gravedad. Más sorprendente que la velocidad
de caída de la inocente victima, fue la rapidez con que Orlando se lanzó a
buscar la presa, temiendo tal vez que estuviera herida y pudiera escaparse. Pero
el mamífero roedor había dejado de vivir.
– ¿Qué pensaría la sociedad protectora de animales...?" – meditó Jorge
por un instante. Seguramente, no entenderían la situación....
Dejó a un lado los sentimentalismos cuando los ruidos de su estomago le
hicieron recordar que tenía varios días de no probar nada que no fuera liquido.
Sin ningún prejuicio, devoró la patica trasera de la ardilla y comprendió lo
que dijo Brecht en la Opera de los tres peniques, que primero están las
necesidades materiales y después viene la moral. EI minúsculo banquete sólo despertó
los deseos carnívoros de los guerrilleros. La idea de requisar una vaca cobró más
vigencia y sentido. Jorge intentó nuevamente convencer a Manuelón. Todo fue en
vano: pudo más la disciplina militar del jefe guerrillero, que los propios
deseos de un filete de aguja asado al pincho.
EI operativo gastronómico-militar, denominado “La Vaca”, fue sólo una fata morgana en la mente de los comandos
de la FES.
Un día de tantos, Manuelón y Jorge se encontraban asoleándose sobre una inmensa
roca a la orilla de la poza. Parecían dos garrobos desnudos gozando de la
tranquilidad de aquel hermoso rincón. Habían lavado sendos uniformes y aseado sus
mugrosos cuerpos.
– Bueno y tu, ¿por qué te metiste a la guerrilla? – preguntó Jorge.
Manuel comenzó a relatar su historia. Manuelón, quien era originario de
Arcatao/Chalatenango, provenía de una familia campesina. EI guaro de caña y las
mujeres le nublaron en su adolescencia los pensamientos. De vez en cuando, del
gallinero de su padre, desaparecían un par de gallinas cluecas. Otras veces
hacía falta un cuche[7].
Manuelón necesitaba dinero para mantener el ritmo de vida que llevaba. Las
mujeres lo volvían loco. Quería tenerlas todas y aunque sabía que su empresa
era imposible, al menos lo intentaba.
Al morir su padre, la abundancia en el corral se fue también con él a la
tumba. Manuelón se marchó a la capital en busca de nuevos horizontes. Se alistó
voluntariamente en el ejército salvadoreño. Había sido la única oportunidad que
tuvo de ganarse algunos pesos. Recibió su instrucción militar en las tropas
especiales de la Fuerza Aérea. Manuelón era paracaidista, soldado élite en
cualquier ejército regular. Allí adquirió sus conocimientos en lucha irregular.
Por su carácter afable, le cayó simpático al jefe de la Fuerza Aérea, el
entonces Mayor Juan Rafael Bustillo. La década del ochenta estaba en sus
albores. Manuelón sabía de la existencia de guerrilleros en los montes de
Chalate, pero nunca tomó en serio las cosas políticas.
La insurrección sandinista había derrotado al dictador Somoza. Mientras
tanto, Manuelón y sus compañeros de armas soportaban las arengas antisandinistas
de los oficiales. A escondidas por la noche, sintonizaba por curiosidad la “Voz
de Nicaragua”. En silencio escuchaba la voz del locutor nicaragüense propagando
las victorias alcanzadas por la revolución.
La contradicción en él era evidente. Durante el día, escuchaba diariamente
que los comunistas eran más malos que el diablo y por la noche, oía hablar de
reforma agraria en favor de los campesinos pobres, de campañas de alfabetización,
de la construcción de escuelas y hospitales, de Sandino y Carlos Fonseca.
Manuelón, que no terminó la escuela primaria, sabía lo que significaba la
ignorancia de las letras, también la pobreza del campesinado y la riqueza del
terrateniente.
El instinto de clase brotó por los poros y la balanza de sus sentimientos
se inclinó al lado de los pobres.
Un fin de semana salió con permiso del cuartel y nunca más regresó.
Tomó el ómnibus de la TICA y se marchó rumbo a Nicaragua Libre, victoriosa,
sandinista y popular. EI idealismo inocentemente revolucionario le hizo creer
que todo en Nicaragua ya era diferente. Pensaba que bastaba con
decir:"...hola, compas, yo también quiero ser revolucionario... "
Al llegar a la frontera los agentes de Aduana de EI Salvador exigieron a
los pasajeros los documentos de identificación personal. Manuelón extendió su
cedula de identidad.
– ¿Adonde vas? – preguntó el policía.
– A Costa Rica – contestó, resistiendo la mirada interrogante del agente de
aduanas.
– ¿Y a qué vas a Costa Rica?
– A visitar a una mi tía –
respondió pensando que si descubrían que era desertor pasaría los próximos
cinco años en la cárcel, guardando oculto el deseo de ser guerrillero.
AI llegar a territorio “libre centroamericano”, Manuelón respiró profundo.
– Compa, he desertado de la Fuerza Aérea salvadoreña y quiero trabajar en
Nicaragua.
– ¿De veras? – dijo el miembro del Ministerio del Interior sin ocultar una
sonrisa irónica.
– Lo que quiero es contactarme con los compas salvadoreños – acotó.
– Vení vos conmigo – ordenó con amabilidad el policía.
Lo condujo a la oficina donde estaba el sub-oficial.
– Este compa dice que ha desertado del ejército guanaco – manifestó el
subordinado.
– Y vos, ¿cómo te llamás? – preguntó el sandinista.
Manuel dijo su verdadero nombre.
– ¿Y qué querés venir hacer acá vos?
– Quiero contactarme con los revolucionarios salvadoreños.
– Ja, ja, ja – rio el suboficial a carcajadas.
Manuelón, sin comprender lo que estaba pasando, se puso a fumar
tranquilamente. AI cabo de unas horas, se encontraba preso y custodiado por
agentes de la Seguridad del Estado Sandinista. No entendía nada. "La
Prensa Gráfica" y "EI Diario de Hoy" aseguraban que el gobierno
comunista de Nicaragua apoyaba al movimiento salvadoreño.
– “¿Es este el tipo de ayuda?" – meditaba.
Lo trasladaron a Managua. EI oficial encargado de investigar su caso lo
visitaba diariamente. Tenía comida, ropa, buen trato,...lo único que le faltaba
era la libertad de transitar libremente por la Plaza España. Le habían explicado
que sólo se trataba de un proceso de rutina.
Manuelón comprendió al final, que era normal que los sandinistas
investigaran la situación. Perfectamente podría tratarse de un infiltrado.
Las horas pasaron y los días iban madurando. Escuchando música, el
cautiverio se hacía menos tedioso. Los deseos de convertirse en guerrillero se
desvanecían a medida que transcurría el tiempo.
– ¡No te ahuevés hombre! – exclamó el oficial. Mirá, aquí te traigo el
casete de música que te prometí. No te preocupés, que todo va a salir bien.
Manuelón se encontraba deprimido y triste. No tenía ganas de hacer nada,
mucho menos de escuchar música.
Con desgano y malhumor colocó el casete. La voz del cantor emanó del
aparato con dulzura.
Manuelón escuchó en silencio el poema hecho canción.
// Siempre que se hace una historia
se habla de un viejo, de un niño o de sí / pero mi historia es difícil / no voy
a hablarles de un hombre común. //Haré la historia de un ser de otro mundo, de
un animal de galaxia/ es una historia que tiene que ver con el curso de la vía
láctea/ es una historia enterrada/es sobre un ser de la nada. //Nació de una
tormenta en el sol de una noche el penúltimo mes/ fue de planeta en planeta/
buscando agua potable/ quizás buscando la vida o buscando la muerte/ eso nunca
se sabe/ quizás buscando siluetas o algo semejante que fuera adorable/ o por lo
menos querible/ besable/ amable. //Él descubrió que las minas del rey Salomón
se hallaban en el cielo/ y no en el África ardiente como pensaba la gente/ pero
las piedras son frías y le interesaba calor y alegría. //Las joyas no tenían
alma/ sólo eran espejos/colores brillantes. //Y al fin bajó hacía la guerra/
perdón/quise decir a la tierra. //Supo la historia de un golpe/ sintió en su cabeza
cristales molidos/ y comprendió que la guerra era la paz del futuro. //Lo más
terrible se aprende enseguida/ y lo hermoso nos cuesta la vida. //La última vez
lo vi irse entre humo y metralla/ contento y desnudo/ iba matando canallas con
su cañón de futuro... "
Manuel escuchó aquella canción dos, tres, cuatro vece hasta aprendérsela de
memoria. Al final hizo suya la canción. Aquel domingo sería inolvidable para
Manuelón. La bella elegía lo acompañaría por el largo sendero de su corta vida,
sería su grito de guerra,…su poema de amor.
Entonces llegó el día en que a Manuelón le devolvieron la cedula de
identidad y su libertad.
– Mirá Manuel – ?dijo el oficial sandinista que le había tomado cariño. EI
mejor lugar para convertirte en revolucionario es en tu propio país. Aquí tenés
dinero suficiente para regresar a EI Salvador.
– Gracias – contestó Manuel sin disimular su alegría.
El oficial sandinista nunca supo que le había entregado algo más valioso que
el dinero: era el verso revolucionario que enlazaba el canto de Silvio Rodriguez
con la tierna Nicaragua. EI futuro Manuelón no caería del cielo, no sería
invento ni abstracción. El Manuel guerrero había nacido allí en la cárcel
sandinista, escuchando la elegía dedicada al revolucionario cubano Abel Santamaría,
en el interior de cuatro paredes liberadas, pintadas de rojo y negro
sandinista. Las paredes de Managua no habían sido cárcel ni prisión, fueron
antesala de la libertad.
Llegó a San Salvador y buscó trabajo. En el barrio Santa Anita conoció a un
tipo de mala calaña que al verlo robusto y buen mozo, vio en él al futuro
pugilista. Comenzó a entrenar con la cuerda y a pelear con su sombra. Llegó el día
de la primera contienda y salió vencedor. Pero el verdadero enfrentamiento llegaría
tiempo más tarde.
A las pocas semanas abandonó el cuadrilátero, al darse cuenta que no había
nacido para el boxeo. Un día de tantos leyó en la "Prensa Gráfica":
“Se busca joven con servicio militar". Era la época de los secuestros y el
tener guarda espaldas estaba de moda.
Manuel tocó el timbre de la lujosa mansión.
– ¿Qué quiere? – preguntó una voz por el parlante.
– Vengo por lo del trabajo – contestó.
– Espere un momentito.
La empleada abrió la puerta de metal y le dejó pasar. A los pocos minutos
apareció un hombre alto y enjuto, canoso. La nariz aguileña y el acento extranjero
delataban la procedencia de sus antepasados.
– ¿Y vos, quien sos? – preguntó el salvadoreño-libanes.
– Vengo por el anuncio en La Prensa – dijo, extrayendo el papelito de la
bolsa de la camisa.
– Sí, hombre, fijáte que necesito un guardaespaldas – exclamó el comerciante.
EI salvadoreño-libanés encontró en Manuelón la persona ideal para el
trabajo. Los ojitos negros de zorro viejo se movían constantemente observando
el cuerpo atlético de Manuel.
– Mostráme las recomendaciones – indicó el viejo.
– E eeeste, fíjese que las dejé en mi pueblo – contestó embarazosamente.
– Sin los papeles no puedo darte trabajo.
– Mire Don Fidel – dijo Manuelón – le prometo traérselos la próxima vez que
vaya al pueblo.
– Nada de promesas. Si no hay recomendaciones, no hay trabajo – dijo el “turco”
tajantemente. Cuando tengás todo, vení a verme otra vez.
– Está bien – contestó, con el deseo de mandar a la mierda al supuesto
mercader.
Decidió por fin regresar a Arcatao. Prefería correr el riesgo de ser capturado
que andar aplanando las calles en San Salvador. Tomó el bus que lo conduciría a
su pueblo. En la mente entonaba su canción. Había comprendido que la paz la
pare la guerra, que ni las joyas ni los tesoros más bellos del mundo pueden comprar
la libertad del Hombre. Estaba decidido a emprender el camino, a trabajar por
los pobres y no para un rico de mierda que en delirios de grandeza se veía amenazado
por enemigos de fantasía.
Conocía el terreno, sabía que en La Cañada acampaba la guerrilla. No
llevaba nada consigo. Se internó por las veredas y comenzó a subir montañas
hasta que una voz lo detuvo:
– Detenéte allí cabrón, ¿Quién sos?
– Vengo a integrarme a la guerrilla – contestó.
En cosa de segundos se vio rodeado de guerrilleros. Un jovencito no mayor
de trece años le ató las manos por la espalda con un lazo viejo y carcomido por
el sudor de las bestias. Manuel había entrado nuevamente a territorio libre. La
ironía de la vida Ie jugaba otra mala pasada y lo obligaba nuevamente a
sentirse prisionero. Fue llevado al local del jefe de la guerrilla. Esta vez la
situación era más peligrosa. La crueldad de la guerra cegaba el pensamiento y endurecía
el corazón. La desconfianza exagerada reinaba en las montañas.
– Confesa cabrón – decía German exasperado por la sencillez con que
Manuelón contestaba las preguntas.
– No le estoy mintiendo, compa – repetía. Deserté hace un par de meses.
– ¡Dejáte de mierdas! ¡Vos sos infiltrado!
– Le doy mi palabra. Sólo quiero integrarme a la guerrilla. ¡Deme una
oportunidad!
– Sí me decís la verdad yo te garantizo que no te va a pasar nada. Ahora
bien, si seguís mintiendo…!mecha es lo que te espera! – terminó diciendo el
jefe guerrillero llenando de amenazas el ambiente.
Manuelón estuvo prisionero varios días en una jaula grande de madera. EI
resto de la gente se portaba muy amable con el ex paracaidista, sobre todo las
compañeras de la cocina. Poco a poco se fue integrando a las tareas de
servicios. Cortaba leña, molía el nixtamal y acarreaba el agua. Con el tiempo
se fue ganando la confianza de los demás guerrilleros, menos la de German, que
continuaba empecinado en considerarlo un espía enemigo.
Pero él no había llegado a la montaña para moler maíz. En el fondo esperaba
la primera oportunidad para demostrarle al jefe guerrillero que sus
sentimientos eran nobles y sinceros.
En esos días la guerrilla se preparaba para atacar el puesto militar de San
Antonio de la Cruz ubicado en las cercanías de la presa hidroeléctrica 5 de
Noviembre. En el combate, Manuel demostró valentía y arrojo. Pagó con sangre la
prueba de lealtad al pueblo y su osadía. Un proyectil de G-3 le atravesó el
muslo derecho. Por eso renqueaba al caminar. German también resultó herido en
la refriega. Una ráfaga de ametralladora “M-60” enemiga cubrió con un manto de
balas el lugar donde German se encontraba apostado junto a Felipito, quien valientemente
lo sacó de la línea de fuego. La bala penetró la espalda destrozándole el
dorso.
Manuel no olvidó fácilmente los días de cautiverio bajo el mando de German y
nunca llegaron a ser verdaderos amigos.
EI resto de la historia ya la conoce – terminó diciendo, al tiempo que se lanzaba
al agua, tal vez para camuflar alguna lágrima furtiva.
Poca gente en la montaña conocía la verdadera historia de Manuelón y las
peripecias que pasó hasta llegar a la guerrilla del frente Apolinario Serrano. Manuelón,
a esas alturas de la guerra, había demostrado con creses su amor y entrega por
la causa revolucionaria. Por su modestia y sencillez se había ganado el aprecio
de la tropa y de los altos jefes guerrilleros. Sin duda alguna, se trataba de
uno de los mejores combatientes en el frente norte.
Manuelón nunca se enteró, que Jorge conocía desde su niñez al famoso
“turco” que no lo contrató como guardaespaldas por falta de crédito. Por esa
razón, Jorge nunca dudó de la veracidad de la historia de Manuelón.
[2] Los correos: Mensajeros guerrilleros, en su mayoría
jóvenes y niños, conocedores del terreno, cuya función era la de transportar la
comunicación escrita y/o verbal entre los Estados Mayores de los frentes de
guerra y los diferentes campamentos guerrilleros.
[9] Turco: Término genérico utilizado en El Salvador para definir a todos los
habitantes del Oriente medio.
fascinante historia amigos. gracias.
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