V. EI reto de la montaña
La alegría de Jorge tuvo corta duración.
– Compas, levántense – ordenó un guerrillero.
Jorge miró el reloj. Eran las cinco de la mañana. Cuatro horas no habían
sido suficientes para recuperarse del cansancio. El cuerpo se negaba a ponerse
de pie y el frío matinal calaba los huesos.
– ¡Eh, compa, levantáte – el guerrillero ordenó con más energía.
– Aún tenemos que seguir caminando.
– ¿Como? – preguntó Jorge asustado. Yo pensé que ya habíamos llegado al
campamento.
– ¡Que va! Aún falta bastante.
Con esa noticia poca alentadora, Jorge se levantó torpemente.
EI infernal calor tropical fue quebrando poco a poco las ya gastadas
fuerzas de Jorge. La respiración se hacía pesada y forzosa, los pulmones
amenazaban con romper la caja torácica, el corazón palpitaba alocadamente, mientras
los cerros desnudos contemplaban impávidos el calvario del principiante. EI
miliciano que conducía a Jorge por los parajes abruptos de la montaña ascendía
tranquilamente las pendientes de las lomas. De vez en cuando volvía a mirar
hacia atrás para controlar si era seguido por el compa de la “metro”. Los pasos
firmes y seguros deI campesino se burlaban de las descontroladas y vacilantes
pisadas de Jorge.
– ¡Compa, tengo sed!
– Más arribita hay un pozo. ¡Ya vamos allegar!
Jorge, marchito por la inclemencia de los rayos deI sol, trataba de
concentrar sus pensamientos en las plantas de los pies. Las extremidades no respondían
a sus órdenes...a sus exigencias... a sus súplicas...
Cuarenta y cinco minutos había necesitado la montaña chalateca para noquear
a Jorge.
– Compa, si quiere le ayudamos con la carga...
Jorge estaba derrotado, aniquilado en su orgullo, abatido por el monte.
Jorge aceptó gustoso el ofrecimiento de las dos compañeras. No hubo tiempo
para avergonzarse ni justificarse; el machismo no encontró espacio para
estimular las exhaustas energías. Cabizbajo fue sacando las prendas tan celosamente
empacadas en la víspera.
– ¡Compa ya no puedo más!
– ¡Hágale huevo compita! ¡Que pronto llegamos!
EI pequeño mar ofreció el precioso líquido al sediento. Jorge se abalanzó
con furia al pozo de agua. Sintió el vapor interno del horno que quemaba las
entrañas. Con ambas manos mojaba el rostro tostado por la inclemencia solar.
Tan agotado estaba que poco faltó para que cayera desfallecido junto a la
fuente.
– ¡Cuanto falta para llegar al campamento?– preguntó.
– ¡Mire aquella lomita! – el miliciano indicó con el dedo. Más abajito está
el campamento.
Jorge, que para ese entonces había aprendido que las distancias y los
tiempos tenían otra connotación en la montaña, dudó de las palabras del
miliciano. EI rostro incrédulo de Jorge provocó sonrisas en el campesino.
Caminaron durante veinte minutos hasta llegar al Portillo, el lugar señalado
por el miliciano.
– ¡No tiene un cigarro, compa?
– Sí – gimió Jorge al tiempo que trataba de normalizar la respiración.
Se sentaron al borde del camino a gozar del merecido tabaco y del paisaje
que se abría ante sus ojos como un inmenso telón verde musgo. La serpiente
plateada, que zigzagueante, envolvía las faldas de los cerros era el Sumpul. AI
fondo los montes ceniza hondureños; el olor a resina exhalada por los pinos
perfumaba el ambiente mojado de sudor y polvo. Una mariposa de color azul
profundo revoloteó en el aire y se posó sobre la hierba. A sus espaldas se
ocultaba el volcán El Jabalí tras cortinas grises. Como por encanto los dolores
habían dejado de estar presentes y se ennegrecieron en las penumbras del pasado. Abajo se divisaba el futuro. Los techos de barro de los ranchitos
dejaban escapar hileras de humo azul que se confundían en las alturas con el índigo
celeste. La curiosidad de conocer el nuevo hogar pudo más que el cansancio.
– Si quieres continuamos – sugirió Jorge.
VI. La Laguna, el corazón de la guerrilla
Un grupo de niños se formó alrededor del nuevo de “la metro”.
Los chiquillos lo saludaban con la sonrisa a flor de labios, en las puertas
aparecían las mujeres con los lactantes en brazos, observando curiosamente al recién
llegado. A un lado de la calle se levantaba un pedazo de pared de lo que otrora
fuera la iglesia del pueblo. Las casas semidestruidas hablaban por sí solas de
los estragos de la guerra.
El miliciano entró por el portón, seguido de Jorge.
– ¡Buenas, compa! ¿No está el compa Raúl?
– No – contestó la mujer, al tiempo que colocaba una tortilla sobre el
comal. Yo creo que no tarda en llegar.
– Lo vamos a esperar.
– ¡Claro!, tomen asiento. Me imagino que tendrán un poco de hambre después
de la gran caminata – preguntó la mujer mirando con rostro compasivo la figura
de Jorge que yacía inmóvil sobre la banca.
Tanta agua había bebido que no tenía lugar en su estómago para la tortilla
y los frijoles.
– ¡Gracias, compita! La verdad es que no tengo hambre – murmuró Jorge.
– ¡Ay compa! Aproveche ahora que hay algo que comer, mañana puede ser que
no haya nada – argumentó la mujer.
Sin esperar la reacción de Jorge colocó dos platos sobre la mesa.
– Ya salen las tortillas – dijo – si quieren curtido nomás agarren. No está
tan picante.
Jorge tenía ante si una porción de frijoles cocidos y fritos en aceite, un
pedazo de queso “duro–blandito” y un huevo estrellado. Comparado con la cena de
la noche anterior esto era todo un banquete.
– ¿Quieren un poco de café?
– Ya que tanto insiste – respondió el miliciano.
Jorge, quien desde niño conocía el café de los campos salvadoreños, sabía
que se trataba de una mezcla de maíz y maicillo con un porcentaje muy pequeño,
casi miserable de café.
Después de fumarse un cigarrillo y de beber el café de maíz, Jorge cayó profundamente
dormido sobre la vieja banca de madera.
Al cabo de unas horas, apareció Raúl, responsable político del frente norte
Apolinario Serrano. Venía acompañado de dos jóvenes guerrilleros, quienes al
parecer, disfrutaban de su jerigonza.
– ¡Compa Raúl! Él es el compa que llegó ayer con la Carmen – informó el
miliciano.
– ¡Que bien!!Que bien! ¿Cómo te llamás?
– Jorge.
– ¿Te cansaste mucho? – preguntó inocente.
Raúl no cesaba de reírse, después que Jorge le narró todo su periplo con
lujo de detalles.
– Eso les pasa a todos los nuevos. ¡Ja, ja, ja!
Deberías de estar contento. Hay compas que se tardan dos días en llegar
hasta aquí.
– "...A lo mejor está tratando de animarme... – pensaba Jorge.
Con el tiempo se daría cuenta que Raúl no mentía.
– Mirá, Jorge – dijo – pasando a un plano serio y formal. Tenés que escribir
un informe que contenga: quien sos, cuáles son tus deseos, por qué estás acá,
quien te reclutó...
Jorge llegó a la conclusión de que Raúl no tenía la más mínima idea de quien
era él. Esta situación no dejó de desagradarle, pues no era la primera vez que tenía
que escribir para el partido los famosos “currículos”.
En el fondo, no le extrañó el hecho que no estuvieran informados del
objetivo de su presencia en la montaña, sabía que no todo funcionaba sobre
rieles, sobre todo, lo que a comunicaciones se refería.
Recordó cuando su responsable le dijo:...no te preocupés de nada, allá te estarán
esperando. Los compas ya están enterados de tu llegada". Posteriormente se
enteró que nadie había recibido ningún mensaje de su llegada.
– "Nosotros no podemos permitir que todo nos salga bien, solamente por
tener suerte. Hay que planificar mejor el trabajo" – meditaba Jorge,
mientras terminaba de escribir el informe con la típica consigna de las “F”:!RoM
EPAV![1].
– Por el momento, te vas a quedar a dormir acá. Más tarde, llegará Dimas
para hablar contigo, mientras tanto descansá un poco.
Tomó el M-16 que colgaba en la pared blanca de la casa sujetado por un
gancho de guayabo, y se marchó de la misma forma que había llegado hace un par
de minutos: riéndose.
A los pocos minutos de haberse marchado Raúl, todos los que se encontraban
en la casa saltaron de sus asientos, impulsados por un gigantesco resorte
invisible. Juntaron los talones y solemnemente saludaron al recién llegado. A Jorge
no le quedó otra alternativa que pararse lentamente, ayudándose con las manos
para impulsarse un poco. Más de doscientos músculos se resistían a tomar
cualquier otra posición que no fuera la horizontal.
– ¿Así que usted es Jorge? – preguntó el jefe guerrillero.
– Si.
– Soy Dimas[2].
– Mucho gusto – contestó Jorge extendiendo la mano derecha.
Vestido de verde olivo, Dimas tenia el porte marcial de un oficial de
academia militar. Colocó discretamente el M-16 junto a la silla y se quitó el
arnés donde portaba dos granadas ofensivas. En el cinturón colgaba un cuchillo
de campaña.
Tomó la silla y se sentó, al tiempo que observaba los llagados pies de Jorge.
– ¿Le hicieron ampollas las botas? – preguntó. Debería meterlos en agua
tibia – recomendó.
EI jefe guerrillero hablaba despacio y con mucha seriedad. Los ojos vivos
de tigre montuno esculcaban palmo a palmo las reacciones de Jorge.
EI “usted-distancia” se disfrazaba del “usted-respeto”. EI “tu-confianza”
quedó abandonado en un rincón oscuro del pensamiento, encadenado por los
grilletes invisibles de las palabras.
– ¿Cuáles son sus aspiraciones?
– ¡Servir al pueblo y al partido! – contestó Jorge espontáneamente.
Dimas sonrió cortésmente al escuchar lo dicho. En aquellas palabras no había
falsedad ni quimera. Jorge lo sentía así, como sus músculos sentían la fatiga y
sus pies sangrantes el ardor quemante de las ampollas. ¡Qué más podía aspirar
que servir a su pueblo! Si por ello había abandonado la comodidad de una vida
tranquila y sin mayores preocupaciones.
No podía ser solamente un cliché de manual de marxismo-leninismo. No se
trataba de la primera lección del libro "Hágase comunista en siete días".
Era el deseo, tal vez romántico o utópico, pero no por eso dejaba de ser
sincero.
– ¡Mirá Raúl! Habrá que enseñarle cortesía militar – ordenó Dimas, mientras
se sujetaba el cinturón. Pasado mañana tiene que reportarse donde Emeterio a
las siete de la mañana – dijo y se marchó.
Así fue como Jorge recibió su primera lección militar: “...a los superiores
se saludaba llevándose la mano derecha a la sien, los dedos debían estar juntos
y extendidos de tal manera que el dedo índice tocara suavemente la parte
lateral de la frente... “”...en el caso que se usara sombrero, gorra, boina o
semejantes, el índice llegaba hasta el ala de la prenda de vestir…"
Meses más tarde, Jorge todavía gozaba cada vez que encontraba al cura
guerrillero, Rutilio Sánchez, quien para evitar confusiones, había inventado el
saludo “político-militar” que consistía en levantar la mano izquierda hasta la
sien, al tiempo que la mano derecha estrechaba la del compañero.
El invento nunca pasó de ser el saludo privado entre Jorge y el sacerdote
revolucionario.
Después de la comida, Raúl tomó a dos niños y los sentó sobre sus piernas.
Lo llamaban papá.
– ¿Son tus hijos?–preguntó Jorge.
Raúl movió la cabeza negativamente y continuó chistando con sus "hijos".
Más tarde cuando los chiquillos dormían. Raúl contó la historia: los niños habían
quedado huérfanos al morir sus padres vilmente asesinados cerca de Las Vueltas.
– Desde entonces, me dicen papá – terminó de contar. ¿Y vos tenés hijos?
– Si. Una niña.
– Ajá. La vida en los montes es dura, pero una vez acostumbrado comenzás a
gozar del lado bueno. ¿Sos casado?
– Si...
– ¡A pues, te jodiste! Los casados no pueden hacer nada...
EI “hacer nada” quedó explicado con la sonrisa maliciosa de Raúl. Jorge
contestó con otra sonrisa pensando en sus adentros "... casado, pero no
capado ¡huevón!..."
– Bueno. Ya es hora de dormir. Vos vas a dormir en la hamaca – indicó Raúl
señalando el trapo sucio y roto que en alguna época lejana había ostentado el
nombre de hamaca. Solamente quedaban los recuerdos:...hilos y muchos agujeros...
La mujer que había ayudado a Jorge con la carga durante la marcha matutina,
extendió un pedazo de plástico en el piso de tierra, muy cerca de la hamaca. A Jorge
le pareció extraño que habiendo dos camas en el cuarto, Raúl durmiera también
en el suelo.
Jorge se acostó en los “hilos” tratando de mantener el equilibrio y no
caerse al suelo.
A pesar del agotamiento físico no lograba conciliar el sueño. Constantemente
se daba vueltas. La chaqueta de Juan no le defendía del frío intenso de la
noche, sentía que la piel vibraba bajo las ropas y el hormigueo iba en aumento.
"... tal vez me cayó mal el curtido...” – meditaba –, tratando de
encontrar respuesta al origen de la supuesta alergia.
Por fin le venció el cansancio y se quedó dormido.
Los ruidos extraños percibidos aletargadamente, lo despertaron. A medida
que su mente se sacudía del polvo mágico de los sueños, los ruidos resultaban
cada vez más familiares. La violenta y agitada respiración de un hombre al
momento del orgasmo, los gemidos reprimidos, mezcla de repulsión y angustia de
una mujer violentada en su sexo. EI chagüitoso entrar y salir de un pene erecto
en el cuerpo de una mujer.
– ¡Ay no, Dios mio! ¡Déjeme por favor! Se lo suplico... déjeme por favor!
– Solamente un ratito...
Raúl se levantó a las cinco y media de la mañana y de un tirón despertó a Jorge.
La brisa fresca inundó el pequeño cuarto. Los chiquillos aún dormían
envueltos en sus pobres prendas, entregándose calor fraterno.
Carmen se había marchado al parecer muy de madrugada, huyendo tal vez de la
vergüenza de haber sido violada.
La lumbre del fogón iluminaba el corredor donde Marta trituraba el nixtamal
sobre la piedra de moler. El olor de los alhelíes se mezclaba con el aroma del café
recién cocido.
– Buenos días, compa – saludó Jorge.
– Buenos días le dé Dios.
– ¿Dónde hay agua para lavarme la cara?
– Coja del barril – respondió Marta, indicando con el dedo índice el
enmohecido recipiente bajo el alero de la casa.
¡Puta! ¿y esto qué es? – gritó Jorge asustado al momento de quitarse la
camisa.
Tenia el cuerpo cubierto de pequeñas manchas rojizas. Raúl comenzó a reír
sin lograr contenerse.
– ¡Te hicieron mierda las pulgas! Ja, ja, Ja...
Al parecer, todas las inmundas habitantes de aquel cuarto se habían
agrupado en regimientos, atacando salvajemente por la retaguardia, los flancos,
la delantera, incluso en las partes más delicadas e íntimas del cuerpo...
Viendo las cosas desde el punto de vista de los intereses pulguientos,
había que comprender que aquellas saltarinas no podían dejar pasar la
oportunidad de sacrificar a un recién llegado. Jorge nunca imaginó que las
primeras gotas de sangre que derramaría en la montaña le serían extraídas,
traicioneramente, por millones de microscópicas jeringas.
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